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8:08 p.m. - 2005-02-21
Cuidado con la llegada
Paul Watzlawick

It is better to travel hopefully than to arrive, escribe R. L Stevenson citando un sabio adagio japon�s. La traducci�n literal es naturalmente: es mejor viajar lleno de esperanzas, que llegar; y quiere decir que la felicidad est� en la salida y no en la meta. Claro est� que los japoneses no son los �nicos que sienten desaz�n por la llegada. Laotse ya recomendaba olvidar el trabajo una vez acabado. Tambi�n George Bernard Shaw toca este tema en su famoso aforismo, plagiado con frecuencia: �En la vida hay dos tragedias, una es el no cumplimiento de un deseo �ntimo; la otra es su cumplimiento.� El seductor de Hermann Hesse suplica a la personificaci�n de sus anhelos: �Defi�ndete, mujer hermosa, entesa tu porte. Cautiva, atormenta; pero no me escuches�: pues �l sabe �que toda realidad destruye el sue�o�. No tan po�tico, pero con m�s detalle, el contempor�neo de Hesse, Alfred Adler, se engolf� en este problema. Su obra, suyo redescubrimiento llega con retraso, entre otros temas, se ocupa con detalle del estilo de vida del que est� en viaje permanente y pone sumo cuidado en no llegar nunca.

Una versi�n muy libre de Adler podr�an ser las reglas siguientes para un ejercicio con el futuro: llegar �que tanto literal como metaf�ricamente indica la consecuencia de un objetivo- se tiene como se�al importante de �xito, poder, reconocimiento y autoaprecio. Lo contrario, fracaso o incluso vida ociosa, se tiene como se�al de estupidez, holgazaner�a, falta de responsabilidad o cobard�a. Pero el camino del �xito es penoso, pues uno tiene que empezar por esforzarse y a�n as� no es seguro que la empresa no acabe mal. Por esto, en vez de emprender una pol�tica trivial de �pasos cortos� e imponerse unos objetivos modestos y razonables, se aconseja fijar el objetivo muy alto, que cause admiraci�n.

Mis lectores adivinar�an sin dudas las ventajas de est� t�ctica. El af�n de Fausto, la b�squeda de la flor azul, la renuncia asc�tica a las satisfacciones m�s bajas de la vida, se cotiza mucho en nuestra sociedad y hace palpitar m�s fuerte los corazones maternales. Y, sobre todo, si el objetivo est� lejos, hasta el m�s tonto comprende que su camino ser� largo y fatigoso y que los preparativos del viaje ser�n minuciosos y exigir�n mucho tiempo. �Qu� se atreva uno a criticar que todav�a no se haya emprendido la marcha! Con todo, se est� menos expuesto a la cr�tica, si una vez en camino, uno se desv�a o ronda en c�rculo o incluye pausas en la marcha. Al contrario, extraviarse en el laberinto y naufragar en empresas sobrehumanas ha sido el sino de h�roes ejemplares, a cuya luz entonces uno tambi�n resplandece un poquito.

Pero esto no es todo, ni mucho menos. La llegada a la meta m�s augusta trae consigo el peligro que es el com�n denominador de las citas aludidas al principio, esto es, el desasosiego. El experto de la vida desdichada tiene conocimiento de este peligro, tanto da que tenga o no tenga conciencia clara de ello. La meta todav�a no alcanzada �as� parece haberlo dispuesto el creador de este mundo- es m�s apetecible, rom�ntico, trasfigurada como nunca puede serlo la que ya se ha alcanzado. No pretendemos vender gato por liebre: en la luna de miel se acaba la miel antes de lo previsto; al llegar a la ciudad lejana y ex�tica, el taxista, ya est� al acecho para tomarnos el pelo; superar con �xito el examen decisivo es mucho menos impresionante que la invasi�n complementaria e inesperada de complicaciones y quebraderos de cabeza; y hablar de la serenidad del crep�sculo de la vida despu�s de la jubilaci�n, como se sabe, no es para tanto.

�Pamplinas!, dir�n los m�s impetuosos, quien se conforma con unos ideales tan delicados y an�micos bien merece que al fin reciba un desenga�o. �Acaso no se da el amor apasionado que al desahogarse se supera a s� mismo? �No se da la ira sagrada que empuja al acto embriagador de la venganza por la injusticia y que instaura de nuevo la justicia en este mundo? �Qui�n puede aqu� hablar todav�a el �desasosiego� de la llegada?

Lo malo es que, aun con esto, son muy pocos los que consiguen �llegar�. Y si alguien no lo cree, que lea lo que un personaje tan privilegiado como George Orwell dice sobre el tema �la venganza es amarga�. Se trata de unas reflexiones de una honradez tan profunda y de una sabidur�a tan reconciliadora, que propiamente no deber�an de figurar en un arte de amargarse la vida. Espero que el lector me perdone, si a pesar de ello las menciono, es que vienen muy a prop�sito de lo que tratamos.
En 1945, Orwell, en calidad de corresponsal de guerra, visti�, entre otras cosas, un campamento para criminales de guerra. All� fue testigo de c�mo un joven jud�o de Viena daba una descomunal patada al pie magullado, hinchado y deforme de un preso que hab�a ocupado un cargo importante en el departamento pol�tico de la SS.

�Sin duda (el agredido) hab�a tenido campos ce concentraci�n bajo su mando y hab�a ordenado torturar y ahorcar. En pocas palabras, �l representaba todo aquello que hab�amos combatido durante cinco a�os...

�Es absurdo reprochar a un jud�o alem�n o austriaco que devuelva a los nazis el mal sufrido. Sabe el cielo las cuentas que este joven quer�a ajustar; es muy probable que toda su familia fuese asesinada; y, al fin y al cabo, hasta un fuerte puntapi� a un preso es algo insignificante comparado con los horrores cometidos por el r�gimen de Hitler. Pero esta escena y muchas otras que vi en Alemania pusieron de manifiesto ante mis ojos que toda esta idea de represalias y castigos es una imaginaci�n pueril. Propiamente no existe esto que llamamos represalia o venganza. La venganza es algo que uno quisiera realizar cuando y porque uno se siente impotente: tan pronto como se elimina esta sensaci�n de impotencia, desaparece tambi�n el deseo de venganza.

��Qui�n no habr�a saltado de alegr�a en 1940 s�lo de pensar que podr�a ver a oficiales de la SS pisoteados y humillados? Pero cuando ello se ha convertido en posible, su puesta en pr�ctica adquiere un aspecto pat�tico y repugnante.�

Y luego, en el mismo ensayo, Orwell cuenta que, pocas horas despu�s de la toma de Stuttgart, entr� en la ciudad con un corresponsal belga. El belga -�qui�n podr�a ech�rselo en cara?- repudiaba a los alemanes con m�s aspereza que los ingleses o americanos.

�... Tuvimos que pasar por puente estrecho de peatones que los alemanes por lo visto hab�an defendido encarnizadamente. Un soldado ca�do estaba al pie de la escalera del puente tendido boca arriba. Su rostro ten�a un color amarillento de cera...

�El belga apart� al vista cuando pasamos a su lado. Casi al final del puente, me confes� que este era el primer muerto que hab�a visto en su vida. Tendr�a unos treinta y cinco a�os y hab�a hecho propaganda de guerra cuatro a�os a trav�s de la radio.�

Est� �nica experiencia de �llegada� fue decisiva para el belga. Su actitud frente a los boches cambi� de ra�z:

�... Cuando se despidi�, dio a los alemanes de la casa donde estuvimos alojados, el resto del caf� que hab�amos tra�do. Seguramente, una semana antes se hubiera escandalizado de pensar que iba a regalar caf� a un boche. Pero sus sentimientos cambiaron del todo �as� me lo dijo- a la vista de aquel pauvre mort al pie de la pasarela: de repente tom� conciencia de la gravedad de la guerra. Si, por casualidad, hubi�semos tomado otro camino para entrar a la ciudad, a lo mejor se habr�a ahorrado esta experiencia de ver a un �nico muerto de los �quiz�s- veinte millones que esta guerra tuvo por resultado.�

Pero volvamos a nuestro tema. Si ni siquiera la venganza es dulce, mucho menos lo ser� la llegada a la supuesta meta feliz. Por este motivo: cuidado con la llegada. (Nota Marginal: �Por qu� cree usted que Thomas More dio a la isla lejana de la felicidad el nombre de Utop�a, que significa �en ninguna parte�?)

El arte de amargarse la vida
Autor: Paul Watzlawick
Editorial Herder

Paul Watzlawick, nacido en 1921 en Villach (Garintia), estudi� filosof�a, filolog�a y psicolog�a. Se doctor� en 1949. de 1957 a 1960 fue profesor de psicoterapia en El Salvador; desde 1960 trabaja en el Mental Research Institute de Palo Alto (California). Desde 1976 es tambi�n profesor de la Universidad Stanford.

La historia del martillo

Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta el martillo. El vecino tiene uno. As�, pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: �Qu�? �Y si no quiere prest�rmelo? Ahora recuerdo que ayer me salud� algo distra�do. Quiz�s ten�a prisa. Pero quiz�s la prisa no era m�s que un pretexto, y el hombre abriga algo contra m�. �Qu� puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se habr� metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejar�a enseguida. �Por qu� no ha de hacerlo �l tambi�n? �C�mo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos c�mo �ste le amargan a uno la vida. Y luego todav�a se imagina que dependo de �l. S�lo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. As� nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir �buenos d�as�, nuestro hombre le grita furioso: ��Qu�dese usted con su martillo, so penco!�

 

 

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