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12:25 p.m. - 2004-10-19
El mito de S�sifo
Albert Camus

Los dioses hab�an condenado a S�sifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una monta�a desde donde la piedra volver�a a caer por su propio peso. Hab�an pensado con alg�n fundamento que no hay castigo m�s terrible que el trabajo in�til y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, S�sifo era el m�s sabio y prudente de los mortales. No obstante,seg�n otra tradici�n, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicci�n. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador in�til en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Revel� sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por J�piter. Al padre le asombr� esa desaparici�n y se quej� a S�sifo. �ste, que conoc�a el rapto, se ofreci� a informar sobre �l a Asopo con la condici�n de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefiri� la bendici�n del agua a los rayos celestes.

Por ello le castigaron envi�ndole al infierno. Homero nos cuenta tambi�n que S�sifo hab�a encadenado a la Muerte. Plut�n no pudo soportar el espect�culo de su imperio desierto y silencioso. Envi� al dios de la guerra, quien liber� a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice tambi�n que S�sifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le orden� que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza p�blica. S�sifo se encontr� en los infiernos y all� irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plut�n el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvi� a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras c�lidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.

Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivi� muchos a�os m�s ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio baj� a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apart� de sus goces y le llev� por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que S�sifo es el h�roe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre S�sifo en los infiernos. los mitos est�n hechos para que la imaginaci�n los anime. Con respecto a �ste, lo �nico que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensi�n de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. S�sifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habr� de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. S�sifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya �l mismo piedra.

Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocer�. Esta hora que es como una respiraci�n y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es m�s fuerte que su roca. Si este mito es tr�gico lo es porque su protagonista tiene conciencia.

� En qu� consistir�a, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su prop�sito?. El obrero actual trabaja durante todos los d�as de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.

Pero no es tr�gico sino en los raros momentos en se hace consciente. S�sifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condici�n miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que deb�a constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos d�as con dolor, puede hacerse tambi�n con alegr�a. Esta palabra no est� de mas. Sigo imagin�ndome a S�sifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las im�genes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el coraz�n del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getseman�.

Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. As�, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe.

Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el �nico v�nculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: "A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo est� bien". El Edipo de S�focles, como el Kirilov de Dostoievsky, da as� la f�rmula de la victoria absurda. La sabidur�a antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir alg�n manual de la dicha. " Eh, c�mo!. � Por caminos tan estrechos...?". Pero no hay m�s que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Ser�a un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede tambi�n que la sensaci�n de lo absurdo nace de la dicha. " Juzgo que todo est� bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Ense�a que todo no es ni ha sido agotado.

Expulsa de este mundo a un dios que hab�a entrado en �l con la insatisfacci�n y afici�n a los dolores in�tiles.

Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegr�a silenciosa de S�sifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los �dolos.

En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que s� y su esfuerzo no terminar� nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay m�s que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo dem�s, sabe que es due�o de sus d�as. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como S�sifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. As�, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, est� siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a S�sifo al pie de la monta�a. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero S�sifo ense�a la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El tambi�n juzga que todo est� bien. Este universo en adelante sin amo no le parece est�ril ni f�til. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta monta�a llena de oscuridad forma por s� solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un coraz�n de hombre.

Hay que imaginarse a S�sifo dichoso.


Transcripci�n de Marcelo Zamora para todos los mortales que se animen a pagar el precio de un destino, quiz�s tr�gico, pero propio.
16-5-98

Rosario, Argentina.

 

 

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