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5:23 p.m. - 2005-11-28
El coraz�n verde
Felisberto Hern�ndez

Hoy he pasado, en esta pieza, horas felices. No importa que haya dejado la mesa llena de pinchazos. Lo �nico que siento es tener que cambiar el diario que la cubre; hace tiempo que est� puesto y le he tomado simpat�a; es de un color verdoso, las letras grandes de los t�tulos son de color naranja y tiene la fotograf�a de unos quintillizos. Cuando la tarde estaba terminando y se apagaba un poco el gran calor, yo ven�a hacia mi pieza cansado de caminar. Hab�a ido a pagar una cuota de un sobretodo comprado en invierno. Estaba un poco decepcionado de la vida pero ten�a cuidado de que no me pisaran los veh�culos; pensaba en mi pieza y record� las cabecitas peladas de los quintillizos como si fueran las yemas de cinco dedos. Cuando ya estaba en mi cuarto con los brazos desnudos sobre el diario verde y un peque�o c�rculo de luz daba sobre los libros de colores, abr� una caja de l�pices y saqu� mi alfiler de corbata. Le di vuelta entre mis manos hasta que se me cansaron los dedos y distra�damente pinchaba el diario en los ojos de los quintillizos.

Primero ese alfiler hab�a sido una peque�a piedra verde que el mar hab�a desgastado d�ndole forma de coraz�n; despu�s la hab�an puesto en un prendedor y el coraz�n hab�a quedado emplomado entre el cuadril�tero del tama�o de un diente de caballo. Al principio, mientras yo le daba vuelta entre mis dedos, pensaba en cosas que no ten�an que ver con �l; pero de pronto �l me empez� a traer a mi madre, despu�s a un tranv�a a caballos, una tapa de botell�n, un tranv�a el�ctrico, mi abuela, una se�ora francesa que se pon�a un gorro de papel y siempre estaba llena de plumitas sueltas; su hija, que se llamaba Ivonne y le daba un hipo tan fuerte como un grito, un muerto que hab�a sido vendedor de gallinas, un barrio sospechoso de una ciudad de la Argentina y donde en un invierno yo dorm�a en el suelo y me tapaba con diarios, otro barrio aristocr�tico de otra ciudad donde yo dorm�a como un pr�ncipe y me tapaba con muchas frazadas, y, por �ltimo, un �and�1 y un mozo de caf�.

Todos estos recuerdos viv�an en alg�n lugar de mi persona como en un pueblito perdido: �l se bastaba a s� mismo y no ten�a comunicaci�n con el resto del mundo. Desde hac�a muchos a�os all� no hab�a nacido ninguno ni se hab�a muerto nadie. Los fundadores hab�an sido recuerdos de la ni�ez. Despu�s, a los muchos a�os, vinieron unos forasteros: eran recuerdos de la Argentina. Esta tarde tuve la sensaci�n de haber ido a descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones.

En muchos a�os de mi ni�ez nosotros viv�amos en la falda del Cerro. La gente que sub�a la calle de mi casa llevaba el cuerpo echado hacia adelante y parec�a que fuera buscando algo entre las piedras; y al bajar llevaban el cuerpo echado hacia atr�s, parec�an orgullosos y tropezaban con las piedras. De tarde mi t�a me llevaba a unos morros que estaban cerca de la fortaleza. Desde all� se ve�an los barcos del dique, con muchos palos grandes y chicos con espinas de pescados. Cuando en la fortaleza tiraban el ca�onazo de la entrada del sol, mi t�a y yo empez�bamos a bajar.

Una tarde mi madre me dijo que me llevar�a a casa de una abuela que viv�a en la d�rsena y que ver�a un tren el�ctrico; sin embargo esa ma�ana yo me hab�a portado mal; me hab�an mandado a buscar almid�n en caja; pero yo lo traje suelto y me retaron; al ratito me mandaron a buscar yerba y como yo la quer�a en caja, los almaceneros, que eran amigos de casa, me la pusieron en una caja de botines; pero yo hab�a cometido otra falta: me volv� a casa con "la plata" y me retaron porque no hab�a pagado; al rato me mandaron a buscar fideos con un peso; yo traje los fideos pero no quise traer el cambio porque eso era traer la plata y me retar�an; en casa se alarmaron porque no hab�a tra�do el cambio y me mandaron a buscarlo; entonces los almaceneros escribieron en un papelito algo que tranquiliz� a mam�. Dec�a: "El cambio est� entre los fideos."

Esa tarde todas las mujeres de casa quisieron ponerme un gran cuello almidonado que iba prendido a la camisa con botones de metal; la �nica que pudo fue otra abuela -�sta no viv�a en la d�rsena ni llevaba en el pecho el coraz�n verde-; �sta ten�a los dedos rechonchos y calientes y al met�rmelos en el pescuezo para prenderme el cuello me hab�a pellizcado la piel; yo me ahogu� dos o tres veces y me hab�an venido arcadas.

Cuando salimos a la calle el sol hac�a brillar mis zapatos de charol y a m� me daba pena tropezar con todas las piedras del camino; mi madre me llevaba de la mano y casi corriendo. Pero yo estaba contento y, cuando ella no contestaba a mis preguntas, me contestaba yo. De pronto ella me dijo:

-C�llate la boca; pareces el loco de siete cuernos.

Y enseguida pasamos por lo del loco. Era una casa sin revocar y muy vieja. En la reja de una ventana hab�a latas atadas con alambres y detr�s gritaba continuamente el loco llamando a la gente que pasaba. �l era grande, gordo y ten�a una camisa a cuadros. A veces ven�a la mujer, que era chiquita y flaca, para hacerlo callar; pero enseguida �l segu�a gritando y de pronto los gritos eran roncos.

Despu�s cruzamos frente a la carnicer�a: yo pasaba all� ma�anas enteras esperando que me despacharan; la gente estaba callada; pero un mirlo cantaba fuerte, siempre el mismo canto, y yo me aburr�a mucho.

Al pie del Cerro estaba la calle donde pasaba el tren de caballos; primero se o�a la corneta y despu�s el ruido de los caballos, las cadenas y el l�tigo largo para alcanzar al cadenero. Yo me hinchaba en uno de los dos asientos largos para estar frente a la ventanilla. Y mucho rato despu�s me ten�a que tapar las narices porque pas�bamos por los frigor�ficos que hab�a cerca de un arroyo. A veces, cuando el tren y los caballos hac�an ruido sobre el puente, yo me olvidaba de taparme la nariz y enseguida sent�a el olor. Esa tarde nos bajamos en el Paso Molino y mi madre entr� en una confiter�a a conversar con la due�a. Pasado un largo rato, la confitera dijo:

-Su ni�o mira los caramelos.

Y se�alando los boyones me preguntaba:

-�Quieres de �stos?... �De estos otros?

Yo le dije a mi madre que quer�a la tapa del boy�n. Se rieron y la confitera me trajo la tapa de otro que se hab�a roto hac�a poco. Mi madre no quer�a que yo fuera con aquello por la calle; pero la confitera lo envolvi�, lo at� y le puso un palito para agarrarlo.

Cuando salimos era de nochecita y yo vi en medio de la calle un zagu�n iluminado; mientras mi madre me llevaba hacia �l yo miraba los vidrios de colores. Ella me dec�a que era un tren el�ctrico. Pero como yo lo ve�a de la parte de atr�s segu�a pensando que era un zagu�n. En ese instante tocaron un timbre, el "zagu�n" solt� un suspiro fuerte y empez� a resbalar despacio hacia adelante. Al principio apenas se mov�a y las personas que alcanc� a ver dentro de �l iban quietas como mu�ecos dentro de una vidriera. Nosotros no llegamos a tiempo y al ratito el zagu�n iba lejos y dio vuelta por entre unos �rboles.

La casa de mi abuela quedaba en una calle cerca del puerto. Se entraba por un patio largo y ten�amos que subir escaleras. Despu�s pasamos por un comedor donde hab�a una mesa con una fuente de pasteles. Mi madre me hab�a encargado que no pidiera; entonces yo le dije a mi abuela:

-Si me dan, pido; si no, no.

A mi abuela le hizo mucha gracia y en una de las veces que me fue a besar le vi el coraz�n verde, se lo ped� y ella no me lo dio. Antes de cenar me dejaron jugar con una chiquilina que se llamaba Ivonne. La madre ten�a en la cabeza un gorro de papel de diario y toda la cara y la pa�oleta llenas de plumitas blancas muy chiquitas.

Esa noche antes de dormir vi en la pared una escalerita de luces que eran reflejo de las persianas. Despu�s no me despert� a pesar de que todos se levantaron por el ruido que hizo la tapa del boy�n cuando se resbal� de abajo de la almohada y se cay� al suelo. Al otro d�a, cuando tomaba el caf� con leche, sent�a a cada momento un grito raro y me dijeron que era el hipo de Ivonne; parec�a que ella lo hiciera por gusto. Esa ma�ana ella me convid� para ir a ver un muerto en las piezas del fondo. La madre no quer�a dejarla ir porque ten�a hipo. Yo miraba el gorro de papel de la madre y esa ma�ana el color de las plumitas era violeta. Enseguida pens� en el muerto. Ivonne le dec�a a la madre:

-Mam�, es un muerto de confianza; es aquel viejito que vend�a gallinas.

Ivonne me dio la mano y me llev�; yo ten�a miedo y no soltaba la mano. El viejito estaba solo y tapado con un tul. Ivonne no s�lo soltaba los gritos del hipo sino que quer�a apagar todas las velas que hab�a alrededor del caj�n. De pronto entr� la madre, la agarr� de un brazo y la sac� corriendo; y como yo estaba fuertemente agarrado a la mano de Ivonne, a m� tambi�n me llevaron.

Aquella misma ma�ana mi abuela me regal� el coraz�n verde; y hace pocos a�os, nuevos hechos vinieron a juntarse a esos recuerdos.

Yo estaba en una ciudad de la Argentina donde el encargado de arreglar mis conciertos hab�a cometido errores desde el principio y al final no se hab�a podido hacer nada. Mientras tanto tuve tiempo de ir descendiendo por todas las categor�as de los hoteles del centro y al fin hab�a ca�do en un barrio sospechoso de los suburbios, donde un amigo alquil� una pieza. A �l los padres le hab�an mandado una cama y �l me cedi� un colch�n. Hac�a mucho fr�o y yo hab�a gastado la mayor parte de mi dinero en comprar diarios viejos: los pon�a abiertos encima de una cobija fina y arriba de ellos un sobretodo que me hab�a prestado el encargado de mis conciertos. Una noche despert� a mi amigo con un grito feroz; yo tambi�n me despert� y me encontr� poniendo una almohada en la pared: estaba so�ando que all� hab�a un agujero donde aparec�a sonriendo un loco que ten�a en la cabeza un gorro de papel de diario. Y despu�s de pensar mucho en eso -no quer�a volver a dormirme porque ten�a miedo de repetir la pesadilla- record� el gorro de la mam� de Ivonne.

A los pocos d�as paseaba con tristeza entre las luces del centro de la ciudad, y de pronto decid� empe�ar el coraz�n verde para ir al cine. Esa noche, despu�s de la funci�n me anim� a pedirle dinero a otro amigo que ten�a en Buenos Aires; ya le deb�a mucho, pero ahora me arriesgar�a porque ten�a casi arreglado un concierto en una ciudad vecina. Esa misma noche volv� a pensar en el gorro de la mam� de Ivonne y decid� mandarle preguntar a la m�a qu� hac�a aquella se�ora con las plumitas y el gorro de papel de diario. Es posible que mi madre lo hubiera sabido. Tambi�n le dije que yo recordaba haber visto que la se�ora tironeaba algo que ten�a en las faldas y yo hab�a pensado que desplumaba a un animalito.

Cuando vino el dinero, rescat� el coraz�n verde y me fui a la ciudad vecina. All� todo fue bien desde el principio y pude hospedarme en un hotel c�modo. Me hab�an dado una pieza con tres camas, una de matrimonio y dos de una plaza. Yo quer�a una pieza para m� solo y yo pod�a elegir la cama que quisiera. A la noche, despu�s de una cena m�s bien exagerada, eleg� la cama de matrimonio y puse en ella las frazadas de todas las camas. Los muebles eran de una vejez muy oscura y los espejos eran borrosos y ve�an mal la luz.

La tarde que di el primer concierto, tuve tiempo -antes que se cerraran los negocios- de comprar libros, l�pices de colores para subrayarlos y un �ndice muy lindo al que despu�s le buscar�a aplicaci�n. Apenas cen� y me met� con los libros en la cama de matrimonio, pens� en el cine y no pude resistir a la tentaci�n: me vest� de nuevo y fui a ver una pel�cula vieja en que unos enamorados se daban besos largos. Era muy feliz y no quer�a acostarme; fui a un caf� donde hab�a un �and� muy manso que vagaba a pasos lentos entre las mesas. Yo estaba distra�do mir�ndolo y dando vuelta entre los dedos al alfiler de corbata cuando el �and� vino apresuradamente hacia m�, me sac� de un picot�n el coraz�n verde y se lo trag�. Mis ojos miraban con desesperaci�n el alfiler bajando, como un bulto dentro de una media, por el cuello del �and�; hubiera querido hacerlo correr hacia arriba; pero lleg� el mozo del caf� y me dijo:

-No se preocupe.

-�Pero, se�or! �Si es un viejo recuerdo de familia!

-Escuche, caballero -me dec�a el mozo levantando una mano como el vigilante que detiene un veh�culo-: el �and� se ha tragado muchas cosas y siempre las ha devuelto. Qu�dese tranquilo, que ma�ana o pasado yo le entregar� su alfiler como si nada hubiera ocurrido.

Al otro d�a vi en los diarios las cr�nicas de mis conciertos. Pero uno de ellos tra�a en primera plana un t�tulo que dec�a: "La estad�a del pianista depende del �and�." Y el art�culo estaba lleno de bromas.

Ese mismo d�a recib� carta de mi madre en que me dec�a que la mam� de Ivonne hac�a cisnes de polvera, que los hac�a de todos los colores y que los tironeos ser�an para sacar las plumitas del paquete, porque a veces ven�an muy apretadas.

Al otro d�a el mozo del caf� me trajo el alfiler y me dijo:

-Ya le hab�a dicho yo, se�or; el �and� es muy serio y devuelve todo.

Para otra vez que vaya a descansar a ese pueblito de recuerdos, tal vez me encuentre con que la poblaci�n ha aumentado; casi seguro que all� estar� aquel diario verde y los quintillizos a quienes les pinch� los ojos con el alfiler.

 

 

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