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4:22 p.m. - 2005-10-16
Pablo P�jaros
Paolo Uccello
por Marcel Schwob


Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo P�jaros, debido a la gran cantidad de figuras de p�jaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conoc�a. Hasta se dice que en Padua pint� un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camale�n.

Pero no hab�a visto nunca ninguno, de modo que represent� un camello panz�n que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camale�n, explica Vasari, es parecido a un peque�o lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las l�neas; de modo que pint� campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de �bano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son c�rculos de madera cubiertos por un pa�o que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pint� puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pir�mides y de conos, seg�n todas las apariencias de la perspectiva, y tanto m�s cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le dec�a: "�Ah, Paolo, desde�as la sustancia por la sombra!".

Pero el P�jaro continuaba su obra paciente y agrupaba los c�rculos y divid�a los �ngulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretaci�n de los problemas de Euclides a su amigo el matem�tico Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubr�a sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagr� perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hac�a con la intenci�n de construir. Se limitaba a observar la direcci�n de las l�neas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y c�mo las b�vedas cerraban en sus claves, y la reducci�n en abanico de las vigas de techo que parec�a unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba tambi�n todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el prop�sito de reducirlos a l�neas simples.

Despu�s, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y �rganos y que escudri�aba su fusi�n en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reun�a, las combinaba y las fund�a, con el prop�sito de obtener su transmutaci�n en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivi� como un alquimista en el fondo de su peque�a casa. Crey� que podr�a convertir todas las l�neas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de �l viv�an Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y due�o de su arte, burl�ndose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiad�ndose de su casa llena de ara�as, vac�a de provisiones. Pero Ucello estaba m�s orgulloso todav�a. Con cada nueva combinaci�n de l�neas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitaci�n no era la finalidad que se hab�a fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extra�a serie de capuchas con pliegues le parec�a m�s reveladora que las magn�ficas figuras de m�rmol del gran Donatello.

As� viv�a el P�jaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que com�a ni en lo que beb�a y se parec�a por entero a un ermita�o. Y sucedi� que en un prado, junto a un c�rculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un d�a a una muchacha que re�a, con la cabeza ce�ida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran el�sticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonri� a Uccello. �l not� la inflexi�n de su sonrisa. Y cuando ella lo mir�, vio todas las peque�as l�neas de sus pesta�as y los c�rculos de sus pupilas y la curva de sus p�rpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ce��a su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque ten�a solamente trece a�os. Ella tom� a Uccello de la mano y lo am�. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre hab�a muerto. Otra mujer hab�a ido a la casa y hab�a pegado a Selvaggia. Uccello la llev� a la suya.

Selvaggia permanec�a en cuclillas todo el d�a frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jam�s comprendi� por qu� prefer�a contemplar l�neas derechas y l�neas arqueadas a mirar la tierna figura que se tend�a hacia �l. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dorm�a, despu�s de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el c�rculo de sombra que se extend�a bajo la l�mpara. A la ma�ana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por p�jaros pintados y animales de color. Uccello dibuj� sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fij� todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hac�an los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el P�jaro no conoc�a la alegr�a de limitarse a un individuo; no permanec�a nunca en un mismo lugar; quer�a planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las l�neas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccelle parec�a permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.

A todo esto no hab�a nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrev�a a dec�rselo a Donatello ni a los otros. Call� y muri�. Uccello represent� la rigidez de su cuerpo y la uni�n de sus peque�as manos flacas y la l�nea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, as� como no hab�a sabido si estaba viva. Pero arroj� sus nuevas formas entre todas aquellas que hab�a reunido.

El P�jaro se hizo viejo y nadie comprend�a m�s sus cuadros. No se ve�a en ellos sino una confusi�n de curvas. Ya no se reconoc�a ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hac�a largos a�os que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los O�OS. Deb�a abarcar todas sus b�squedas y ser, en su concepci�n, la imagen de ellas. Era Santo Tom�s incr�dulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello termin� su cuadro a los ochenta a�os. Llam� a Donatello y lo descubri� piadosamente ante �l. Y Donatello exclam�: "�Oh, Paolo, cubre tu cuadro!". El P�jaro interrog� al gran escultor, pero �ste no quiso decir nada m�s. De modo que Uccello supo que hab�a consumado el milagro. Pero Donatello no hab�a visto sino una madeja de l�neas.

Y algunos a�os m�s tarde se encontr� a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Ten�a en su mano, estrictamente cerrada, un peque�o redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volv�an de la circunferencia al centro.

 

 

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