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2:52 p.m. - 2007-03-11
La yernocracia

por Leopoldo Alas (Clar�n).

Hablaba yo de pol�tica d�as pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran fil�sofo fin de si�cle y padre de familia no tan filos�fico, pues su blandura dom�stica no se aviene con los preceptos de la modern�sima pedagog�a, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, m�s condiciones de capit�n general y de hombre de Estado, que a Napole�n o a Julio C�sar.

Y me dec�a Aurelio Marco:

-Es verdad; estamos hace alg�n tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atr�s, y ahora... me enternece. Qu� quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal ego�smo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rar�simas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracci�n fr�a que se llama los dem�s, el pr�jimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la p�ldora del menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de ego�sta; ya por lo que en �l va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del ego�smo, colmo de la autolatr�a; porque el ego�smo vulgar se contenta con adorarse a s� propio �l solo, y el ego�smo que busca la gloria, el ego�smo heroico... busca la adoraci�n de los dem�s: que el mundo entero le ayude a ser ego�sta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del ego�smo ajeno en aras del propio ego�smo.

Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino canto; creo en el progreso; lo que niego es que hayamos llegado, as�, en masa, como obra social, al altruismo sincero. El d�a que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como se quiere a s� mismo, ya no hac�a falta la pol�tica, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocres�a, como quieras llamarlo, convenimos todos en que cuando hablamos de sacrificios por amor al pa�s... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad.

-Pero... entonces -interrump�- �d�nde est� el progreso?

-A ello voy. La evoluci�n del amor humano no ha llegado todav�a m�s que a dar el primer paso sobre el abismo moral insondable del amor a otros. �Oh, y es tanto eso! �Supone tanta idealidad! �Preg�ntale a un moribundo que ve c�mo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran valor espiritual el esfuerzo de amar de veras a lo que no es yo mismo!

-�Qu� lenguaje, Aurelio!

-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los dem�s lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto, sino por el camino... del cord�n umbilical... las madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser madres, los padres-madres, hemos llegado tambi�n, por la misteriosa uni�n de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiar es el �nico progreso serio, grande, real, que ha hecho hasta ahora la sociolog�a positiva. Para los dem�s c�rculos sociales la coacci�n, la pena, el convencionalismo, los sistemas, los equilibrios, las f�rmulas, las hipocres�as necesarias, la raz�n de Estado, lo del salus populi y otros arbitrios suced�neos del amor verdadero; en la familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa que puede emir las piedras- para los cimientos del edificio social futuro. Repara c�mo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera de este amor quedan los solterones empedernidos y los much�simos mal casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena nadie habla de corregir los defectos dom�sticos con r�os de sangre, ni de reformar sacrificando miembros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.

�Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto, no se ha comprendido bien todav�a!

-Pero... �y la yernocracia?

-Ahora vamos. La yernocracia ha venido despu�s del nepotismo, debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un falso progreso, por venir fuera de su sitio; un ego�smo disfrazado de altruismo familiar. As� y todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido simp�tico, por lo que se parec�a al verdadero amor familiar; simp�tico del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro hab�a que llamar sobrinos. El nepotismo eclesi�stico, el de los Papas, acaso principalmente, fue por esto una sinceridad disfrazada, se llevaba a la pol�tica el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del lazo colateral. En el rigor etimol�gico, el nepotismo significar�a la influencia pol�tica del amor a los hijos de los hijos, porque en buen lat�n nepos, es el nieto; pero en el lat�n de baja latinidad, nepos pas� a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protecci�n del hijo a quien la sociedad negaba esta gran categor�a, y hab�a que compensarle con otros honores.

Nuestra hipocres�a social no consiente la filiocracia franca, y despu�s del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del ego�smo, aparece la yernocracia... que es el gobierno de la hija, matriz sublime del amor paternal.

�La hija, mi Rosina!

Call� Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las im�genes que le tra�a la asociaci�n de ideas.

Cuando volvi� a hablar, not� que en cierto modo hab�a perdido el hilo, o por lo menos, volv�a a tomarlo de atr�s, porque dijo:

-El nepotismo es generalmente, cuando se trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio, la familia imposici�n; algo como el dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos o que perdimos; el sobrino finge amor en los d�as de decadencia; el sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero amor familiar; lo que se hace en pol�tica por el sobrino suele ser ego�smo, o miedo, o precauci�n, o pago de servicios: ego�smo.

Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integ�rrimo, independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no pudo en los d�as tristes de su vejez extrema abstenerse de solicitar el favor cortesano. Sufr�a, dice un historiador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que, segun �l dec�a, �sus parientes no se aprovechar�an de los bienes de la Iglesia�, no cesaban de torturarle, oblig�ndole continuamente a trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases; y el grande hombre ten�a que hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de pretendiente muri� en Par�s en 1704. Ese es un caso de nepotismo que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos.

-Pero... �y la yernocracia?

-A eso voy. �Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres a�os y medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo... con alma. Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como J�piter maneja el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre m� la excomuni�n de un �ngel. Es carne de mi carne, ungida con el �leo sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora, rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores, pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero a�n no nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos de la educaci�n a los dos a�os se ergu�a en su silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba jam�s en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, meti� un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educaci�n... pero adorable criatura. �Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasar�a la vida metiendo los pies en el caldo! M�s que a su madre, m�s que a m�, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete a�os, macho m�s hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle.

Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a s�, y entre cucharada y cucharada le admira, le adora... y le palpa, unt�ndole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija est� enamorada a su manera, a lo �ngel, de Maolito.

Una tarde, a los postres, Rosina grit� con su tono m�s imperativo y m�s apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo...

-Pap�... yo quere que pap� sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a m�...

-No, tonta -interrumpi� Maolito, que tiene la precocidad de todos los espa�oles-; tu pap� no puede ser rey; di t� que quieres que sea ministro y que me haga a m� subsecretario.

Call� otra vez Aurelio Marco y suspir�, y a�adi� despu�s, como hablando consigo mismo:

-�Oh, que remordimientos sent� oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi Rosina! �Yo no pod�a ser rey ni ministro! Mis ensue�os, mis escr�pulos, mis aficiones, mis estudios, mi filosof�a, me hab�an apartado de la ambici�n y sus caminos; era inepto para pol�tico, no pod�a ya aspirar a nada... �Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser h�bil, por ser ambicioso, por no tener escr�pulos, por tener influencia, distrito, cartera, y sacrificarme por el pa�s, plantear econom�as, reorganizarlo todo, salvar a Espa�a y hacer a Maolito subsecretario!

 

 

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