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11:40 p.m. - 2003-09-07
El ser humano, t�, yo, nosotros...
Friedrich Nietzsche

DE "SHOPENHAUER COMO EDUCADOR"
TERCERA CONSIDERACI�N INTEMPESTIVA
Traducci�n de Luis Moreno Claros
Publicada en Madrid, en septiembre de 1999 por Valdemar.

Al pregunt�rsele cu�l era la caracter�stica de los seres humanos m�s com�n en todas partes, aquel viajero que hab�a visto muchas tierras y pueblos, y visitado muchos continentes, respondi�: la inclinaci�n a la pereza. Algunos podr�an pensar que hubiera sido m�s justo y m�s acertado decir: son temerosos. Se esconden tras costumbres y opiniones. En el fondo, todo hombre sabe con certeza que s�lo se halla en el mundo una vez, como un unicum, y que ning�n otro azar, por ins�lito que sea, podr� combinar por segunda vez una multiplicidad tan diversa y obtener con ella la misma unidad que �l es; lo sabe, pero lo oculta como si le remordiera la conciencia. �Por qu�? Por temor al pr�jimo, que exige la convenci�n y en ella se oculta. Pero, �qu� obliga al �nico a temer al vecino, a pensar y actuar como lo hace el reba�o y a no sentirse dichoso consigo mismo? El pudor acaso, en los menos; pero en la mayor�a se trata de comodidad, indolencia, en una palabra, de aquella inclinaci�n a la pereza de la que hablaba el viajero. Tiene raz�n: los hombres son m�s perezosos que cobardes, y lo que m�s temen son precisamente las molestias que les impondr�an una sinceridad y una desnudez incondicionales. S�lo los artistas odian ese indolente caminar seg�n maneras prestadas y opiniones manidas y revelan el secreto, la mala conciencia de cada uno, la proposici�n seg�n la cual todo hombre es un milagro irrepetible s�lo ellos se atreven a mostrarnos al ser humano tal y como es en cada uno de sus movimientos musculares, �nico y original; m�s a�n, que en esta rigurosa coherencia de su unidad es bello y digno de consideraci�n, nuevo e incre�ble como toda obra de la Naturaleza y en modo alguno aburrido. Cuando el gran pensador desprecia a los hombres, desprecia su pereza, porque por ella se asemejan a productos fabricados en serie, indiferentes, indignos de evoluci�n y de ense�anza. El hombre que no quiera pertenecer a la masa �nicamente necesita dejar de mostrarse acomodaticio consigo mismo; seguir su propia conciencia que le grita: ��S� t� mismo! T� no eres eso que ahora haces, piensas, deseas�.

Toda joven alma oye este grito d�a y noche y se estremece, pues presiente la medida de felicidad que, desde lo eterno, se le asigna cuando piensa en su verdadera liberaci�n; mas de ning�n modo alcanzar� esa felicidad mientras se halle unida a la cadena de las opiniones y el temor. �Y qu� desolada y absurda puede llegar a ser la vida sin esta liberaci�n! No existe en la Naturaleza ninguna otra criatura m�s vac�a y repugnante que el hombre que se aparta de su genio y no mira sino a derecha e izquierda, hacia atr�s y al horizonte. Al final, es completamente il�cito atacar a un hombre as�, pues no es m�s que envoltura exterior carente de contenido, una vestidura ajada, pintarrajeada, hinchada, un espectro aureolado que no suscita temor ni compasi�n. Y si con raz�n se dice del perezoso que �mata el tiempo�, habr� que cuidarse seriamente de que un periodo, una �poca, que cifra su salud en la opini�n p�blica, es decir, en las perezas privadas, muera realmente de una vez; quiero decir, que se la suprima de la historia de la verdadera liberaci�n de la vida. Qu� grande debe de ser la repugnancia de las generaciones futuras al ocuparse de la herencia de una �poca en la cual no reg�an hombres vivos sino apariencias humanas con opini�n p�blica; por eso, probablemente nuestro tiempo ser�, para alguna otra lejana edad posterior, el m�s oscuro y desconocido, en tanto que el periodo m�s inhumano de la Historia. Camino por las calles nuevas de nuestras ciudades y pienso que de todas esas casas horribles que ha construido la generaci�n de los que opinan p�blicamente no quedar� nada en pie dentro de un siglo, y que tambi�n entonces se habr�n derrumbado las opiniones de esos constructores de casas. En cambio, grande es la esperanza de quienes no se consideran ciudadanos de estos tiempos; y es que, si lo fuesen, habr�an contribuido a matar su tiempo, y con su tiempo se habr�an hundido; mientras que, por el contrario, ellos no quer�an sino que su �poca despertara a la vida, a fin de existir en esa misma vida.

Pero aun cuando el futuro no nos permitiera esperar nada, nuestra extraordinaria existencia en este �ahora� concreto -esto es, el hecho inexplicable de que sea precisamente hoy cuando vivimos a pesar de que existi� un tiempo infinito para nacer, de que no poseamos nada m�s que un interesante y largo �hoy�, y que es en �l donde debemos mostrar la raz�n y el fin de que hayamos nacido justamente en este momento- nos alentar�a en�rgicamente a vivir seg�n nuestra propia medida y conforme a nuestra propia ley. Tenemos que responder ante nosotros mismos de nuestra existencia; por eso queremos ser los verdaderos timoneles que la dirigen, y no estamos dispuestos a permitir que se asemeje a un puro azar carente de pensamiento. Esta existencia requiere que se la tome con cierta temeridad y cierto peligro, sobre todo cuando, tanto en el mejor como en el peor de los casos, siempre acabamos perdi�ndola. �Por qu�, pues, depender de ese pedazo de tierra, de esa profesi�n, por qu� ocuparse en o�r lo que dice el vecino? Es puro provincianismo comprometerse con opiniones que un par de cientos de millas m�s lejos ya no comprometen. Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien dibuja ante nuestros ojos para burlarse de nuestro temor. �Quiero hacer el intento de alcanzar la libertad�, se dice el alma joven; y, sin embargo, se lo impedir� el hecho meramente causal de que dos naciones se odien y se combatan, o que haya un mar entre dos continentes, o que en torno a ella se ense�e una religi�n que, no obstante, hace un par de milenios a�n no exist�a. �Nada de esto eres t��, se dice el alma. Nadie puede construirte el puente sobre el que precisamente t� tienes que cruzar el r�o de la vida; nadie, sino t� sola. Verdad es que existen innumerables senderos y puentes y semidioses que desean conducirte a trav�s del r�o, pero s�lo a condici�n de que te vendas a ellos entera; mas te dar�as en prenda y te perder�as. Existe en el mundo un �nico camino por el que nadie sino t� puede transitar: �Ad�nde conduce? No preguntes, �s�guelo! �Qui�n fue el que pronunci� la sentencia: �Un hombre no llega nunca tan alto como cuando desconoce ad�nde puede conducirlo su camino�?

Pero, �c�mo podremos encontrarnos a nosotros mismos? �C�mo puede el hombre conocerse? Se trata de un asunto oscuro y misterioso; y si la liebre tiene siete pieles, bien podr�a el hombre despellejarse siete veces setenta, que ni aun as� podr�a exclamar: ��Ah! �Por fin! ��ste eres t� realmente! �Ya no hay m�s envolturas!� Por lo dem�s, es una empresa tortuosa y arriesgada excavar en s� mismo de forma semejante y descender violentamente por el camino m�s inmediato en el pozo del propio ser. Corremos el riesgo de da�arnos de manera que ning�n m�dico pueda ya curarnos. Y, adem�s, �para qu� ser�a necesario algo as� cuando todo es un testimonio de nuestro ser: nuestras amistades y enemistades, nuestra mirada y la manera de estrechar la mano, nuestra memoria y lo que olvidamos, nuestros libros y los rasgos de nuestra pluma? Pero he aqu� una v�a para llevar a cabo este interrogatorio tan importante. Que el alma joven observe retrospectivamente su vida, y que se haga la siguiente pregunta: Qu� es lo que has amado hasta ahora verdaderamente? Qu� es lo que ha atra�do a tu esp�ritu? Qu� lo ha dominado y, al mismo tiempo, embargado de felicidad? Despliega ante tu mirada la serie de esos objetos venerados y, tal vez, a trav�s de su esencia y su sucesi�n, todos te revelen una ley, la ley fundamental de tu ser m�s �ntimo. Compara esos objetos, observa de qu� modo el uno complementa, ampl�a, supera, transforma al otro, c�mo todos ellos conforman una escalera por la que t� misma has estado ascendiendo para llegar hasta lo que ahora eres; pues tu verdadera esencia no se halla oculta en lo m�s profundo de tu ser, sino a una altura inmensa por encima de ti, o cuando menos, por encima de eso que sueles considerar tu yo. Tus verdaderos educadores y formadores te revelan cu�l es el aut�ntico sentido originario y la materia fundamental de tu ser, algo que en modo alguno puede ser educado ni formado y, en cualquier caso, dif�cilmente accesible, capturable, paralizable; tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores. He aqu� el secreto de toda formaci�n: no presta miembros artificiales, narices de cera, ojos de cristal; antes bien, lo que tales dones ofrecen ser�a el env�s de la educaci�n. Mientras que aqu�lla no es sino liberaci�n, limpieza de la mala hierba, de las inmundicias, de los gusanos que quieren alimentarse de los tiernos brotes de las plantas; es torrente de luz y calor, dulce ca�da de lluvia nocturna; es imitaci�n y adoraci�n de la Naturaleza all� donde �sta muestra sus intenciones maternas y piadosas, tambi�n es su retoque cuando procura evitar sus crueles e implacables envites transform�ndolos en algo beneficioso al cubrir con un velo las manifestaciones de sus prop�sitos de madrastra y de su triste locura.

Es cierto que existen otros medios para encontrarse a s� mismo, para salir del aturdimiento en el que habitualmente nos agitamos como envueltos en una densa niebla, pero no conozco ninguno mejor que el de recordar a nuestros propios educadores y formadores. Y he aqu� por qu� voy a recordar hoy a un educador y a un severo maestros del que puedo sentirme orgulloso: Arthur Schopenhauer, para recordar despu�s a otros.

tres

Yo estimo tanto m�s a un fil�sofo cuanto m�s posibilidades tiene de dar ejemplo. No me cabe duda de que con el ejemplo puede atraer hacia s� pueblos enteros; la historia de la India, que pr�cticamente es la historia de la filosof�a india, lo demuestra. Pero el ejemplo tiene que venir por el camino de la vida tangible, y no simplemente por el de los libros, esto es, justo como ense�aban los fil�sofos griegos, con su fisonom�a, su actitud, su atuendo, su alimentaci�n, con sus costumbres antes que con sus palabras o con sus escritos. �Cu�n lejos estamos en Alemania de poseer esa osada visibilidad de una vida filos�fica! S�lo muy poco a poco comienzan a liberarse aqu� los cuerpos cuando los esp�ritus aparentan estarlo ya desde hace tiempo; pese a todo, seguir� trat�ndose tan s�lo de una ilusi�n que un esp�ritu sea libre e independiente en caso de que ese poder sin l�mites aparentemente logrado -el cual, en el fondo, no es otra cosa que autodominio creativo- no se demuestre de nuevo en cada mirada y en cada paso desde la ma�ana a la noche. Kant se mantuvo aferrado a la universidad, se someti� a los gobiernos, se qued� en la mera apariencia de una fe religiosa, soport� a colegas y estudiantes; he aqu� por qu� lo m�s natural era que su ejemplo generase, sobre todo, profesores de universidad y una filosof�a de profesores. Schopenhauer dirige pocos cumplidos a las castas acad�micas, se separa, aspira a la independencia del Estado y la sociedad -�ste es su ejemplo, su modelo-,por comenzar aqu� con lo que es m�s externo. No obstante, muchos grados en la liberaci�n de la vida filos�fica son todav�a desconocidos entre los alemanes y no podr�n seguir si�ndolo para siempre. Nuestros artistas viven con m�s audacia y con m�s honestidad; y el mayor ejemplo del que podemos ser testigos, el de Richard Wagner, muestra c�mo al genio le es l�cito no temer entrar en la m�s hostil de las contradicciones con las formas y ordenanzas establecidas cuando desea sacar a la luz el orden y la verdad superior que residen en su interior. La �verdad�, sin embargo, de la que nuestros profesores de filosof�a tanto hablan, parece ser una entidad mucho m�s modesta de la que no hay que temer nada desordenado o extraordinario: una criatura c�moda y complaciente que reafirma una y otra vez cualquier tipo de poder establecido, por cuya causa nadie deber� sufrir ning�n fastidio, pues, al fin y al cabo, s�lo se trata de �ciencia pura�. As� pues, yo quer�a decir que la filosof�a en Alemania tiene que olvidarse cada vez m�s de ser �ciencia pura�; y �ste es precisamente el ejemplo del hombre Schopenhauer.

Se trata de un verdadero prodigio y no de algo insignificante el que Schopenhauer pudiese crecer hasta llegar a convertirse en este ejemplo humano; en efecto, tanto externa como internamente lo rodeaban los peligros m�s terribles, peligros que asfixiar�an o destrozar�an a toda criatura d�bil. Creo que m�s bien exist�a una abrumadora posibilidad de que el hombre Schopenhauer no hubiera sobrevivido y de que, en el mejor de los casos, dejase como residuo �ciencia pura�, pero esto s�lo en el mejor de los casos; lo m�s probable es que no hubiesen quedado ni el hombre ni la ciencia.

Un ingl�s moderno describe el peligro general que corren todos los hombres singulares que viven en una sociedad demasiado apegada a lo acostumbrado, a saber: �Este tipo de caracteres extra�os comienzan primero por doblegarse, luego se tornan melanc�licos, m�s adelante enferman y, finalmente, mueren. Un Shelley no hubiera podido vivir en Inglaterra y una raza de Shelleys ser�a algo imposible. Nuestros H�lderlin y Kleist y tantos otros perecieron a causa de tal singularidad, no siendo capaces de soportar el clima de la llamada �cultura alemana�; s�lo naturalezas de hierro como Beethoven, Goethe, Schopenhauer y Wagner pudieron mantenerse en pie. Aunque tambi�n en �stos se muestra el efecto de la fatigosa lucha y la tensi�n en muchos rasgos y arrugas: su respirar se hace pesado y su tono se vuelve con facilidad demasiado violento. Un diplom�tico experimentado que s�lo hab�a visto y hablado con Goethe superficialmente dijo a sus amigos: �Voil� un homme, qui a eu de grands chagrins!� Lo que Goethe tradujo al alem�n as�: ��He aqu� uno que tambi�n ha tenido que pasarlas canutas!�, y Goethe prosigue: �Si no es posible borrar de nuestro rostro las huellas de los sufrimientos superados, de los trabajos realizados, no hay que sorprenderse de que todo aquello que quede de nuestra persona y de nuestros afanes lleve impresa la misma huella�. Y �ste es Goethe, a quienes nuestros cultifilisteos consideran el m�s dichoso de los alemanes, demostrando as� la tesis de que, desde luego, es harto posible ser feliz entre ellos; con lo cual abrigan el pensamiento encubierto de que no hay que perdonar a quien se sienta desdichado y solo en esta naci�n. De aqu� proviene que incluso con gran crueldad hayan establecido y demostrado con la pr�ctica el principio seg�n el cual en el fondo de toda soledad reside siempre una culpa secreta. Por lo dem�s, tambi�n el pobre Schopenhauer llevaba en el coraz�n su culpa secreta, la de conceder m�s valor a su filosof�a que sus contempor�neos; y fue tanto m�s desdichado al saber, precisamente a trav�s de Goethe, que para salvaguardar su propia existencia ten�a que defender a toda costa su filosof�a contra la indiferencia de sus contempor�neos; en efecto, existe una especie de censura inquisitorial en la que, a juicio de Goethe, los alemanes est�n muy adelantados; se denomina silencio absoluto. De este modo se logr�, cuando menos, que la mayor parte de la primera edici�n de su obra principal se prensase como maculatura. El peligro amenazador de que su gran empresa quedase simplemente en nada debido a la indiferencia de la que era objeto lo sumi� en una terrible inquietud dif�cilmente dome�able; no surgi� ni un solo seguidor digno de menci�n. Entristece verlo ir a la caza del menor atisbo de su notoriedad; y su triunfo final, sonado y m�s que sonado, cuando realmente se lo ley� (�legor et legar�), tiene algo de doloroso y conmovedor. Precisamente todos estos rasgos, con los que no hace gala de la dignidad de un fil�sofo, revelan al hombre sufriente que teme por el m�s preciado de sus bienes; as�, lo torturaba el pensamiento de perder su peque�a fortuna y verse condenado a prescindir de su posici�n verdaderamente genuina y cl�sica frente a la filosof�a; y cu�ntas veces, desenga�ado en su afanosa b�squeda de un ser humano en quien pudiera confiar, tuvo que tornar su melanc�lica mirada hacia su fiel perrillo faldero. Era un verdadero eremita; ning�n amigo que realmente sintiera como �l lo consol� -y, entre uno y ninguno, reside aqu�, a semejanza que entre �algo� y �nada�, una infinitud. Nadie que tenga verdaderos amigos sabe qu� es la aut�ntica soledad, es como si �l solo tuviera que enfrentarse al mundo entero. �Ay! �Bien me doy cuenta de que no sab�is qu� es la verdadera soledad! All� donde existieron alguna vez poderosas sociedades, gobiernos, religiones, opini�n p�blica, en una palabra, donde existi� cualquier tipo de tiran�a, all� se odi� al fil�sofo solitario; pues la filosof�a ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiran�a puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos. En ella se refugian los solitarios; pero tambi�n en ella acecha el mayor peligro a quien est� solo. Estos hombres que pusieron a salvo su libertad en el interior de s� mismos no tienen m�s remedio que vivir tambi�n para el exterior, tornarse visibles, dejarse ver; se hallan sujetos por m�ltiples lazos humanos: por su nacimiento, residencia, educaci�n, patria, circunstancia, imposiciones ajenas; asimismo se presupondr�n en ellos numerosas opiniones s�lo por el hecho de que �stas son las dominantes; todo gesto que no niegue servir� de aprobaci�n; todo movimiento de la mano que no destruya ser� interpretado como asentimiento. Saben, estos solitarios y libres de esp�ritu, que constantemente, en cualquier circunstancia, parecer�n ser distintos de lo que piensan; mientras que ellos no desean sino la verdad y la honestidad, se tejer� a su alrededor una red de malentendidos; y su violento deseo no lograr� impedir que, a pesar de todo, emane de sus acciones un vapor de falsas opiniones, de acomodaci�n, de verdades a medias, de silencios indulgentes, de interpretaciones err�neas. Todo esto condensa una nube de melancol�a sobre sus frentes: pues estas naturalezas odian m�s que a la muerte el hecho de que la apariencia sea necesaria; y esta amargura constante los torna volc�nicos y amenazadores. De cuando en cuando, se resarcen de su violenta ocultaci�n, de la reserva a la que se ven obligados. Salen de sus cavernas con aspavientos terribles; sus palabras y sus hechos se transforman entonces en explosiones, y es posible que se destruyan a s� mismos. As� de peligrosamente vivi� Schopenhauer. Justo ese tipo de solitarios requieren cari�o; necesitan compa�eros frente a quienes puedan mostrarse tan abiertos y sencillos como ante s� mismos, en cuya presencia desaparezca la tensi�n del silencio y la simulaci�n. Apartad de �l a estos amigos y engendrar�is un peligro cada vez mayor; Heinrich von Kleist pereci� de esta suerte de desamor; obligarlos de esta forma a que se recluyan profundamente en s� mismos es el remedio m�s terrible contra los hombres singulares; cada vez que regresan al exterior, su vuelta se transforma en una erupci�n volc�nica. No obstante, siempre hay alg�n semidi�s que soporta tener que vivir bajo condiciones tan terribles, y vive victoriosamente; si acaso quisierais o�r su canto solitario, escuchad la m�sica de Beethoven.

Tal fue el primer peligro a cuya sombra creci� Schopenhauer: el aislamiento. El segundo se denomina desesperaci�n de la verdad. Este peligro acecha a todo aquel pensador que tome como punto de partida la filosof�a de Kant, en el supuesto de que se trate de un verdadero ser humano, vigoroso y pensante, tanto en lo que respecta a su sufrimiento como a su deseo, y no de una ruidosa m�quina de pensar y calcular. Ahora, todos nosotros sabemos muy bien en qu� estado tan vergonzoso nos hallamos con respecto a esta suposici�n; es m�s, me parece que s�lo en un n�mero muy reducido de hombres ha intervenido Kant de forma vivificadora, metamorfose�ndose en sangre y humores. Al parecer, tal y como puede leerse por doquier, a partir de la haza�a de ese callado erudito, habr�a estallado una revoluci�n en todas las regiones del esp�ritu; pero yo no puedo creerlo. As� es, pues no acabo de ver con claridad a esos hombres que tendr�an que haber sido revolucionados antes que cualquiera de esas �regiones del esp�ritu�. Adem�s, en cuanto Kant comenzara a ejercer una influencia popular, la percibir�amos bajo la forma de un escepticismo y un relativismo corrosivos y demoledores; y s�lo en aquellos esp�ritus m�s activos y nobles, que jam�s soportaron permanecer en la incertidumbre, penetrar�a en su lugar aquella conmoci�n y desesperaci�n de toda verdad, a semejanza de como, por ejemplo, la experiment� Heinrich von Kleist: �Hace poco -escribe con ese estilo suyo tan impresionante- trab� conocimiento con la filosof�a kantiana y ahora voy a comunicarte un pensamiento que he extra�do de ella y del que me permito no temer que vaya a estremecerte tan profunda y dolorosamente como a m�. (...) Nosotros no podemos decidir si eso que llamamos verdad es efectivamente verdad o s�lo nos lo parece. Si es lo �ltimo, entonces la verdad que aqu� acumulamos, despu�s de la muerte, no es nada, y todo el esfuerzo que realizamos para obtener un capital y que nos sigue hasta la tumba, es en vano. (...) Si la punta de este pensamiento no toca tu coraz�n, no te r�as de quien, por ello, se siente profundamente herido en su m�s sagrado interior. Mi �nico, mi m�s supremo fin se ha hundido, y ya no tengo ning�n otro�. �S�!, cu�ndo volver�n a sentir los hombres de esta manera kleistiano-natural, cu�ndo aprender�n de nuevo a medir el sentido de una filosof�a en su �m�s sagrado interior�? Y no obstante, esto es necesario primero antes de valorar qu� puede significar para nosotros precisamente Schopenhauer despu�s de Kant, a saber: �l es el gu�a que nos conduce fuera de la caverna de la melancol�a esc�ptica o de la renuncia cr�tica hacia la cima de la contemplaci�n tr�gica -el cielo nocturno con sus estrellas, infinito, sobre nosotros-, adem�s, fue el primero que se condujo a s� mismo por este camino. Su grandeza estriba en que es capaz de situarse frente al cuadro de la vida como ante un todo e interpretarlo en su totalidad, mientras que los cerebros m�s agudos no se liberan del error de suponer que se acercar�n m�s a esa interpretaci�n cuanto con mayor escrupulosidad escudri�en tanto los colores con los que se ha pintado el cuadro como la tela sobre la que se realiz�; y s�lo para llegar, tal vez, a la conclusi�n de que se trata de un lienzo tejido de una manera terriblemente intrincada, y que est� cubierto de unos colores cuyo fundamento qu�mico es insondable. Hay que adivinar el pintor para conocer la obra, y Schopenhauer lo sab�a. Ahora bien, todo el gremio cient�fico se preocupa de comprender esa tela y esos colores y no de la comprensi�n de lo representado; as�, podr�a decirse que �nicamente quien capta en su conjunto �l cuadro general de la vida y la existencia podr� servirse de las diversas ciencias particulares sin sufrir ning�n da�o, pues al carecer de una visi�n reguladora de este tipo, aqu�llas no son sino hilos que nunca conducen a un cabo y que tornan el curso de nuestra vida a�n m�s embrollado y laber�ntico. En esto, como dije, es grande Schopenhauer, porque va tras el cuadro a semejanza de Hamlet tras el espectro, sin dejarse desviar, como hacen los eruditos, o sin enmara�arse mediante una escol�stica conceptual, que es la suerte de los dial�cticos desenfrenados. El estudio de todos esos �medio fil�sofos� resulta s�lo interesante en la medida en que sirve para reconocer que caen de inmediato en la construcci�n de grandes filosof�as en las que, de un modo harto acad�mico, se permite pensar en los pros y los contras, donde es l�cito socavar, dudar y contradecir, pero que con esto se evaden a su vez de lo que se exige a toda gran filosof�a, la cual, en cuanto totalidad, no rezar� ahora y siempre y, ante todo, otra cosa que �sta: �He aqu� el cuadro de toda vida; aprende de �l el sentido de la tuya�. Y a la inversa: �Lee tu vida, y aprender�s de ella los jerogl�ficos de la totalidad de la vida�. As� es, en primer lugar, la forma en que debe ser interpretada la filosof�a de Schopenhauer: individualmente, s�lo desde lo singular hacia s� mismo, a fin de adquirir conciencia de la propia miseria y necesidad, de la propia limitaci�n, y aprender los remedios y los consuelos, esto es: la entrega en sacrificio del �yo�, adem�s de la sumisi�n a los principios m�s nobles, sobre todo, a la justicia y la compasi�n. Nos ense�a a distinguir entre lo real y lo aparente en el fomento de la felicidad del hombre; c�mo ni el hacerse rico, ni el obtener honores, ni la mucha erudici�n pueden dispensar al individuo del profundo descontento que lo embarga por la banalidad de su existencia; y c�mo la aspiraci�n a estos bienes �nicamente adquiere sentido a trav�s de un elevado prop�sito transfigurador y universal: la obtenci�n de poder, y mediante �l ayudar a la physis y convertirse, en cierta medida, en corrector de sus necedades y sus descuidos. En un principio, por supuesto, s�lo para uno mismo; finalmente, a trav�s de uno, para todos. Por lo dem�s, se trata de una aspiraci�n que conduce profunda e �ntimamente a la resignaci�n; pues �qu� y cu�nto no habr� a�n por corregir en lo individual y en lo general!

Si ahora aplicamos estas palabras a Schopenhauer, tocamos el tercer y el m�s caracter�stico peligro en que vivi�, oculto en la totalidad de la construcci�n y la armaz�n de su ser. Cada hombre suele encontrar en s� una limitaci�n de su talento tanto como de su voluntad moral que lo llena de anhelo y melancol�a, y como �l, partiendo del sentimiento de su condici�n de pecador, anhela la santidad; porta consigo, en tanto que ser intelectual, una profunda necesidad del genio. He aqu� la ra�z de toda verdadera cultura; y si por �sta entiendo el anhelo de los hombres de volver a nacer como santos o como genios, s� que no hace falta ser primero budista para comprender este mito. All� donde encontramos al talento carente de ese anhelo, en los c�rculos de los eruditos y de quienes se denominan �personas cultas�, nos suscita asco y repugnancia; pues intuimos que esos seres, con todo su esp�ritu, no favorecen sino que impiden el desarrollo de una cultura y la procreaci�n del genio, lo cual es el prop�sito de toda cultura. Se trata aqu� de un estado de endurecimiento equivalente en su valor a la virtud habitual, fr�a y pagada de s� misma que est� muy lejos y, sobre todo, que es lo m�s extra�o a la verdadera santidad. Ahora bien, la naturaleza de Schopenhauer conten�a una dualidad singular y extremadamente peligrosa. Pocos pensadores han sentido en grado similar y con la misma incomparable seguridad la sensaci�n de que en su interior moraba realmente el genio; y ese genio le promet�a lo m�ximo, esto es: que no habr�a surco m�s profundo que el que hendiera su arado en el terreno de la Humanidad moderna. As�, sab�a que la mitad de su ser estaba satisfecha y completa, carente de deseos, segura de su vigor; de ah� que realizase su misi�n con grandeza y dignidad, como alguien victorioso que hubiera alcanzado la perfecci�n. En su otra mitad resid�a un anhelo incontenible; lo comprendemos al o�r las palabras que pronunci� al desviar dolorosamente su mirada de un retrato de Ranc�, el gran fundador de la Trapa: �Eso es cosa de la Gracia�, murmur�. En efecto, el genio a�ora profundamente la santidad, porque desde su atalaya ha visto m�s lejos y m�s claro que cualquier otro hombre: hacia las profundidades, en la conciliaci�n entre el conocer y el ser; hacia las alturas, en el reino de la paz y la negaci�n de la voluntad, y m�s all� de �la otra ribera� de la que hablan los hind�es. Pero, precisamente, he aqu� el milagro: �cu�n incomprensible e indestructible debi� de ser la naturaleza de Schopenhauer para que no la destruyera esa a�oranza, y para que tampoco la endureciera! Qu� significa esto lo comprender� cada uno seg�n la medida de lo que sea y valga en s� mismo; pero en su totalidad, con todo su peso, no lo comprenderemos ninguno de nosotros.

Cuanto m�s se reflexiona acerca de los tres peligros descritos, tanto m�s extra�o parece que Schopenhauer pudiera defenderse de ellos con tama�a energ�a y que pudiera salir de la lucha de lo m�s erguido y en tal estado de salud. Ciertamente, tambi�n con muchas cicatrices y heridas abiertas; y en un estado de �nimo que, acaso puede parecer demasiado �spero, tal vez excesivamente belicoso. Tambi�n sobre el m�s grande de los hombres se eleva su propio ideal. Que Schopenhauer pueda ser un modelo es indudable, a pesar de todas sus cicatrices y de todos sus defectos. Y hasta podr�a decirse que eso que hab�a en su ser de m�s imperfecto y de demasiado humano es justo lo que a nosotros nos hace, en sentido humano, mucho m�s pr�ximos a �l, porque lo vemos como a un ser sufriente y compa�ero de infortunios, y no s�lo aureolado e inmerso en esa desde�osa majestad del genio.

Esos tres peligros de la constituci�n, que amenazaban a Schopenhauer, nos amenazan a todos nosotros. Cada hombre porta en su interior, como n�cleo de su ser, una unicidad productiva; y, si llega a hacerse consciente de esta unicidad, se difunde a su alrededor un extra�o resplandor, el resplandor de lo extraordinario. Esto es para la mayor�a algo insoportable, porque, como ya he dicho, los seres humanos son perezosos y porque de esa unicidad pende una cadena de molestias y esfuerzos. No cabe duda de que para el ser extraordinario que carga con esta cadena, la vida sacrifica casi todo aquello que se anhela en la juventud: jovialidad, seguridad, ligereza, honor; el premio de la soledad es el regalo que le hacen sus cong�neres; el desierto y la caverna surgen de inmediato all� dondequiera que viva. Entonces tendr� que cuidarse de no dejar que lo sometan, de no sentirse oprimido, as� como de caer en la melancol�a. De ah� que se rodee de im�genes de buenos y bravos guerreros, semejantes al propio Schopenhauer. Pero incluso el segundo peligro que amenaz� a Schopenhauer no es del todo una excepci�n. Aqu� y all� siempre hay alguien a quien la Naturaleza dota de agudeza mental, sus pensamientos transitan de buen grado por el ambiguo camino de la dial�ctica; con qu� facilidad, si despreocupadamente da rienda suelta a su talento, acaba destruy�ndose como hombre, e inmerso en la �ciencia pura� lleva tan s�lo una vida de espectro; o, acostumbrado a buscar siempre el pro y el contra de las cosas, pierde en general el sentido de la verdad, y de este modo, tiene que vivir carente de valent�a y de confianza, negando, dudando, corro�do, insatisfecho, con la esperanza a medias, siempre aguardando la desilusi�n: ��Ni siquiera un perro querr�a seguir soportando semejante vida por m�s tiempo!�. El tercer peligro es el endurecimiento moral o intelectual; el hombre rompe el v�nculo que lo un�a con su ideal; deja de ser f�rtil en uno u otro �mbito y, en lo que se refiere a la cultura, acaba por debilitarse o tornarse in�til. La unicidad de su ser se transforma en un �tomo indivisible e incomunicado, en una roca g�lida. Y he aqu� que tanto puede perecerse a causa de la unicidad como por el temor a la unicidad, en s� mismo o abandon�ndose a la renuncia de s� mismo, a causa de la nostalgia o a causa del endurecimiento: pues vivir, en general, quiere decir estar en peligro.

Aparte de esos riesgos de constituci�n a los que Schopenhauer se habr�a visto sometido en cualquier siglo en el que hubiera vivido, existen a�n otros peligros que lo amenazaban en su tiempo; y esta distinci�n entre peligros constitutivos y peligros del tiempo es esencial para comprender aquello que en la naturaleza de Schopenhauer hay de mod�lico y de instructivo. Pensemos en el ojo del fil�sofo clavado en la existencia: anhela fijar de nuevo su valor. En efecto, �sta ha sido la tarea propia de todos los grandes pensadores, la de los legisladores de la medida, la moneda y el peso de las cosas. �Cu�nto debe de contrariarle que la Humanidad que ve ante s� sea s�lo un fruto podrido y corro�do por los gusanos! �Cu�nto tendr� que a�adir a la falsedad de calores del tiempo presente para ser justo con la existencia en general! Si la ocupaci�n con la historia de pueblos antiguos o extra�os es algo valioso, a�n lo es m�s para el fil�sofo que pretenda extraer un juicio justo acerca del conjunto de la fortuna humana, no s�lo acerca de aquella suerte media, sino sobre todo acerca de la suerte suprema que puede afectar tanto a individuos particulares como a pueblos enteros. Ahora bien, todo presente es impertinente, act�a sobre el ojo y lo determina incluso cuando el fil�sofo no quiere; de modo que involuntariamente se lo tasar� demasiado alto a la hora de realizar la suma total. Por eso el fil�sofo debe saber valorar bien su propia �poca diferenci�ndola de las otras y, superando para s� el presente, tambi�n superarlo en los cuadros que muestra de la vida, esto es, hacerlo imperceptible y a la vez desdibujarlo. Se trata de una tarea muy dif�cil y apenas realizable. El juicio de antiguos fil�sofos griegos acerca del valor de la existencia expresa acaso m�s que un juicio moderno, porque ellos ten�an ante s� y a su alrededor la vida misma en una exuberante perfecci�n, y porque en ellos el sentimiento del pensador no se confunde, como en nosotros, en el dilema entre el deseo de libertad, la belleza, la grandeza de la vida, y el impulso hacia la verdad, que no pregunta sino: ��Cu�l es, en definitiva, el valor de la existencia?� En cualquier �poca sigue siendo importante saber lo que Emp�docles, en medio del exultante y vigoroso goce de vivir de la civilizaci�n griega, manifest� sobre la existencia; su juicio tiene mucho peso, tanto m�s en cuanto que no ha sido refutado con ning�n juicio contrario de alg�n otro gran fil�sofo de aquella misma �poca extraordinaria. El es quien habla con mayor claridad; aunque, en el fondo, si abrimos un poco nuestros o�dos, todos expresan lo mismo. Un pensador moderno, como dec�a, sufrir� siempre de un deseo insatisfecho: exigir� que se le muestre de nuevo la vida, verdadera, roja, sana, para emitir luego su juicio sobre ella. A1 menos en lo que a �l respecta, tendr� que considerar necesario ser primero un hombre vivo antes de creer que ser� un juez justo. He aqu� el motivo de que precisamente los fil�sofos modernos se encuentren entre los m�s poderosos impulsores de la vida, de la voluntad de vivir, y que por eso, desde su propio tiempo desfallecido, anhelen una cultura, una physis transfigurada. Esta nostalgia, este deseo, constituye asimismo su peligro: en ellos combate el reformador de la vida y el fil�sofo, esto es, el juez de la vida. Hacia donde quiera que se incline la victoria, ser� una victoria que entra�ar� una derrota. Ahora bien, �c�mo evit� Schopenhauer este peligro?

Si todo gran hombre es considerado mayoritariamente como verdadero hijo de su tiempo y, en cualquier caso, sufre de todos los achaques que acucian a �ste m�s intensa y m�s sensiblemente que el resto de los hombres peque�os, la lucha de uno de estos grandes contra su tiempo ser�, s�lo en apariencia, una lucha absurda y destructiva contra s� mismo. Pero, desde luego, s�lo en apariencia; pues en ella combate contra aquello que le impide ser grande, lo que para �l no significa sino ser libre y ser �l mismo. De aqu� se sigue que su enemistad, en el fondo, se dirige precisamente contra lo que est� en �l, pero que, sin embargo, no es propio de �l; esto es, contra la impura confusi�n y coexistencia de lo que es inconfundible y eternamente irreconciliable, contra la falsa adherencia de la tempestividad a su intempestividad; y, al final, el supuesto hijo de su tiempo se revela �nicamente como su hijastro. Schopenhauer pugn�, ya desde su m�s temprana juventud, por oponerse a esta falsa, vana e indigna madre, su �poca; y mientras la rechazaba se purific� y san�, encontr�ndose de nuevo con su propio ser, en la pureza y la salud que lo caracterizaban. Por eso los escritos de Schopenhauer pueden ser utilizados como espejos de la �poca; y ciertamente no ser� una m�cula del espejo la causa de que en �l todo lo actual sea visible s�lo como una enfermedad deformante, como enflaquecimiento y palidez, como ojos hundidos y rostro abatido, como el sufrimiento evidente de esa condici�n de hijastro. Su anhelo de una naturaleza vigorosa, de humanidad sana y sencilla, era en �l anhelo de s� mismo; y apenas vencida dentro de s� su �poca, tambi�n tuvo que descubrir en su interior, con ojos estupefactos, al genio. Entonces se le revel� el secreto de su ser; la intenci�n que albergaba su �poca, su madrastra, de ocultarle ese genio se desvaneci�, el reino de la physis transfigurada hab�a sido descubierto. Si ahora dirig�a su impert�rrita mirada sobre la pregunta: �cu�l es, en definitiva, el valor de la existencia?�, no ten�a ya que condenar una �poca confusa y exang�e ni una vida hip�crita y turbia. �l sab�a bien que sobre esta tierra era posible hallar algo m�s elevado y m�s puro que esa vida actual, y que comete una amarga injusticia con la existencia todo aqu�l que s�lo la conozca y la valore seg�n esta imagen odiosa. No, el genio mismo ser� ahora llamado a fin de que escuche si acaso el fruto supremo de la vida puede justificar la generalidad de la vida; el hombre extraordinario, el creador debe responder a la pregunta: ��Afirmas t� de todo coraz�n esta existencia? �Te basta? Quieres ser su intercesor, su redentor? Pues un solo y verdadero ��S�!� de tu boca, y la vida, tan gravemente acusada, ser� absuelta�. Qu� responder�?

-La respuesta de Emp�docles.

cuatro

Quede este �ltimo gui�o incomprendido de momento; ahora me interesa abordar algo m�s sencillo, a saber, aclarar c�mo todos nosotros podemos educarnos por mediaci�n de Schopenhauer en contra de nuestro tiempo; porque a trav�s de �l tenemos la ventaja de conocer realmente este tiempo. Por cierto, �ser� esto una ventaja? En cualquier caso, quiz� en un par de siglos sea ya imposible. Me recreo con la idea de que alguna vez los hombres se hast�en de leer y de los escritores, que un buen d�a el erudito reflexione, haga testamento y ordene que se queme su cuerpo rodeado de todos sus libros, cuanto m�s de sus propios escritos. Y si los bosques van mostr�ndose cada vez m�s avaros, �no llegar� la �poca de tratar las bibliotecas como le�a, pasto y estopa? �Acaso no nacieron la mayor�a de los libros del humo y el vapor de los cerebros? Pues as� volver�n a ser humo y vapor. Y si no albergaron fuego alguno en su interior, �que reciban el fuego como castigo! As� pues, ser�a posible que en un siglo futuro nuestra �poca pasase por ser un saeculum obscurum, porque sus productos fueran los que m�s activamente y durante m�s tiempo mantuvieran caliente la estufa. �Cu�n afortunados somos al conocer a�n nuestra �poca! Suponiendo que tenga sentido ocuparse de la propia �poca, es una dicha poder ocuparse de ella todo lo exhaustivamente que sea posible, de modo que ya no nos quede pendiente la m�s m�nima duda; y justo esto es lo que nos garantiza Schopenhauer.

Por cierto, la dicha ser�a cien veces mayor si de esta investigaci�n resultase que nunca en absoluto existi� algo tan orgulloso y plagado de esperanzas como la presente �poca. Ahora bien, por el momento existe gente incauta en cualquier �ngulo de la tierra, acaso en Alemania, que est� dispuesta a creer algo as�, y que afirma con toda seriedad que desde hace un par de a�os el mundo se ha corregido y que aqu�l que a�n tenga esos graves y oscuros pensamientos acerca de la existencia ser� refutado mediante los �hechos�. En efecto, as� es: la fundaci�n del nuevo Imperio Alem�n es el golpe decisivo y demoledor contra todo filosofar �pesimista�; y no cabe objeci�n alguna. Pero quien desee ahora responder a la pregunta de qu� significa el fil�sofo como educador en nuestro tiempo tendr� que contestar a esta opini�n tan extendida -harto cultivada, sobre todo, en las universidades�- del siguiente modo: es una verg�enza y una infamia que una adulaci�n tan repugnante e id�latra al servicio de esta �poca pueda ser expresada y repetida por personas a las que se considera inteligentes y honorables; una prueba m�s de que ya no se tiene ni idea de cu�n lejos queda la seriedad de la filosof�a de la seriedad de un peri�dico. Personas de este g�nero han perdido cualquier atisbo no s�lo de convicci�n filos�fica, sino tambi�n religiosa, habi�ndola canjeado no tanto por el optimismo como por el periodismo, por el esp�ritu o el antiesp�ritu del d�a y de los diarios. Toda filosof�a que crea que un acontecimiento pol�tico desplazar� o incluso resolver� el problema de la existencia es una filosof�a de pega, una seudofilosof�a. Desde que el mundo existe se han fundado ya varios Estados; se trata de una vieja comedia. �C�mo podr�a bastar una novedad pol�tica para convertir a los hombres de una vez por todas en satisfechos moradores de la tierra? Si hay alguien que crea esto de coraz�n, que lo diga, pues de verdad que merece llegar a ser catedr�tico de filosof�a en una universidad alemana, lo mismo que Harms en Berl�n, J�rgen Meyer, en Bonn, y Carri�re en Munich.

Aqu� no experimentamos m�s que las consecuencias de esa doctrina predicada recientemente desde todos los tejados de que el Estado es el fin supremo de la Humanidad, y que para un hombre no existe ning�n deber mayor que el de servir al Estado; en esto no reconozco yo una reca�da en el paganismo, sino en la necedad. Pudiera ser que un hombre as�, que ve en el servicio al Estado su m�s alto deber, no conozca realmente ning�n deber mayor; pero esto no quita que m�s all� existan otros hombres y otros deberes; y uno de estos deberes, que al menos para m� cuenta m�s que el de servir al Estado, exige que se destruya la necedad en cualquiera de sus formas, por consiguiente, tambi�n aquella necedad. A esto se debe que me ocupe aqu� de una especie de hombres cuya teleolog�a conduce a algo m�s que a la prosperidad de un Estado, de los fil�sofos; y con respecto a �stos, s�lo de un mundo que, a su vez, es bastante independiente del bien del Estado: el mundo de la cultura. De los muchos anillos que, insertados de cualquier modo, conforman la comunidad humana, algunos son de oro y otros de tumbaga.

Ahora bien, �c�mo considera el fil�sofo la cultura en nuestro tiempo? Ni que decir tiene que de modo muy distinto a esos profesores de filosof�a que se muestran tan satisfechos de su Estado. Quiz� le parezca, si piensa en esa premura general y en ese incremento de la velocidad de ca�da, en el cese de todo recogimiento y simplicidad, que estuviera percibiendo los s�ntomas de una completa destrucci�n y extirpaci�n de la cultura. Los manantiales de la religi�n cesan de fluir y dejan tras de s� pantanos o estanques; las naciones se dividen de nuevo con inusitada hostilidad ansiando devorarse. Las ciencias, cultivadas sin atisbo alguno de medida, en el ciego laisser faire, despedazan y disuelven todo lo que se consideraba firme y consistente; las clases y los Estados cultivados son engullidos por una econom�a gigantesca y desde�osa. Nunca fue el mundo m�s mundo, nunca fue tan pobre en amor y bondad. Las clases cultas han dejado de ser faros o asilos en medio de toda esa tormenta de mundaner�a; ellas mismas se muestran tambi�n. cada d�a m�s nerviosas, m�s carentes de ideas y de amor. Todo sirve a la barbarie futura, el arte y la ciencia actuales incluidas. El hombre culto ha degenerado hasta convertirse en el mayor enemigo de la cultura, pues se empe�a en disimular la enfermedad general y se torna un obst�culo para los m�dicos. Tales pobres bribonzuelos exhaustos se ofenden si se menciona su debilidad y se refuta su nocivo esp�ritu mendaz. Demasiado bien quieren hacernos creer, mientras se contonean con artificiosa comicidad, que ser�an ellos quienes se llevar�an la palma en cualquier siglo. Su modo de simular la dicha tiene a veces algo conmovedor, pues su dicha es del todo incomprensible. No quisiera uno replicarles como Tannh�user a Biterolf: �T�, miserable, pero �de qu� placer has gozado t�?�. Pues, �ay!, nosotros lo sabemos mejor y de otra manera. Sobre nuestras cabezas se cierne un d�a de invierno mientras habitamos bajo las altas monta�as, peligrosamente y en la indigencia. Breve es toda alegr�a y p�lido todo rayo de sol que recibimos de allende las blancas cumbres. De s�bito, o�mos m�sica, un anciano toca el organillo, giran los bailarines; el espect�culo conmueve al viajero: todo es tan salvaje, tan cerrado, tan incoloro, tan carente de esperanza, y ahora, s�bitamente ah�, una nota de alegr�a, �de la m�s insensata alegr�a! Pero ya comienzan a caer las nieblas del prematuro crep�sculo, enmudece la melod�a, crujen los pasos del viajero; mientras a�n puede ver, no alcanza a percibir sino la faz yerma y cruel de la Naturaleza.

Por si fuera pecar de parcialidad el hecho de revelar solamente la timidez de las l�neas y la torpeza de los colores en el cuadro de la vida moderna, la segunda parte no es en modo alguno m�s consoladora, sino tanto m�s inquietante. Cierto es que ah� se ocultan fuerzas, fuerzas gigantescas, pero salvajes; primigenias y absolutamente despiadadas. Se las observa con la misma angustiosa expectativa con que se observa el caldero de la cocina de una hechicera: en cualquier instante pueden producirse rayos y centellas, anunciarse terribles apariciones. Desde hace un siglo estamos preparados para conmociones verdaderamente fundamentales; y si en los �ltimos tiempos se intenta contraponer la fuerza constitutiva del denominado Estado nacional a esta profund�sima tendencia moderna a destruir o a dinamitar, esto no conseguir� durante mucho tiempo otra cosa que el incremento de la inseguridad y el peligro generales. No debe inducirnos a error el hecho de que los individuos particulares se comporten como si no supieran nada de todos estos temores: su inquietud revela cu�nto saben acerca de ellos; piensan con demasiada afici�n y exclusividad en s� mismos como nunca antes otros hombres lo hicieron; construyen y plantan para el presente, y la caza de la felicidad nunca es tan intensa como cuando hay que atraparla entre hoy y ma�ana temiendo que acaso pasado ma�ana concluya el tiempo de la veda. Vivimos el periodo del �tomo, del caos at�mico. En la Edad Media, la Iglesia ten�a las fuerzas hostiles m�s o menos bajo control, y gracias a la fuerte presi�n que ejerc�a sobre ellas, en cierta manera, se manten�an parejas unas a otras. Cuando se rasg� el v�nculo y disminuy� la presi�n, algunas se rebelaron. La Reforma defini� muchas cosas como adiaphora, regiones en las que el pensamiento religioso carec�a de jurisdicci�n; �ste fue el precio que tuvo que pagar para seguir existiendo; a semejanza del Cristianismo, que afianz� su existencia frente a la Antig�edad, mucho m�s religiosa, por un precio similar. Desde entonces, la separaci�n se propaga cada vez m�s. Hoy, tan s�lo las fuerzas m�s groseras y malvadas determinan pr�cticamente lo que existe sobre la tierra manifest�ndose por medio del ego�smo de los propietarios y del militarismo de los d�spotas violentos. El Estado, en manos de estos �ltimos, y a causa del ego�smo de los primeros, comienza la tentativa de reorganizar todo de nuevo partiendo de s� mismo, y de convertirse en v�nculo y presi�n para todas aquellas fuerzas hostiles; en esto percibimos su deseo de que la totalidad de los hombres le rinda un culto divino semejante al que anteriormente rend�a a la Iglesia. Con qu� consecuencias? Ya las experimentaremos; en cualquier caso, a�n hoy nos hallamos en el glaciar de la Edad Media; ha comenzado el deshielo y, con �l, el inicio de un movimiento devastador. Los t�mpanos de hielo chocan entre s� y se superponen, las orillas se han inundado y corren peligro. La revoluci�n, la de los �tomos, es ya inevitable; pero, �cu�les son los elementos m�s peque�os e indivisibles de la sociedad humana?

No cabe duda de que al aproximarse estos periodos, lo humano corre casi m�s peligro que durante el choque y el propio torbellino ca�tico, y que la pavorosa expectativa y la �vida explotaci�n de cada minuto excitan toda la cobard�a y los instintos ego�stas del alma; sin embargo, la calamidad real, y especialmente la generalidad de una gran cat�strofe, suele mejorar y reconfortar a los hombres. Ahora bien, ante la proximidad de estos peligros que acechan a nuestra �poca, �qui�n dedicar� ahora su servicio de centinela y de caballero a la Humanidad, al sagrado e inviolable tesoro del Templo acumulado poco a poco por las diversas generaciones? �Qui�n erigir� la imagen del hombre mientras todos los dem�s s�lo sienten en su interior el gusano del ego�smo y el miedo cerval, y se desv�an de aquella imagen de tal modo que caen en la animalidad o en el r�gido mecanicismo?

Hay tres im�genes del hombre que nuestra �poca moderna ha erigido una tras otra y de cuya visi�n los mortales tomar�n todav�a durante mucho tiempo el impulso para una transfiguraci�n de su propia vida: a saber, el hombre de Rousseau, el hombre de Goethe y, finalmente, el hombre de Schopenhauer. De �stas, la primera imagen es la m�s fogosa y, ciertamente, la de efecto m�s popular; la segunda se hizo para muy pocos, esto es, para quienes poseen naturalezas contemplativas en gran estilo, y es incomprendida por la masa. La tercera exige que quienes la consideren sean los hombres m�s activos; s�lo ellos podr�n hacerlo sin prejuicios; pues enerva a los contemplativos y espanta a la masa. De la primera imagen emana una fuerza que impuls� tempestuosas revoluciones y todav�a las impulsa; en efecto, en toda convulsi�n y terremoto socialista es a�n el hombre de Rousseau el que se agita a semejanza del viejo Tif�n bajo el Etna. Oprimido y casi aplastado por castas arrogantes, por la riqueza despiadada, corrompido por sacerdotes y por una p�sima educaci�n, humillado ante s� mismo por costumbres rid�culas, clama el hombre en su desgracia a la �santa Naturaleza� y advierte de pronto que �sta se halla tan alejada de �l como uno cualquiera de aquellos dioses epic�reos. Sus plegarias no la alcanzan, tan profundamente inmerso est� en el caos de la anti-Naturaleza. Este hombre arroja fuera de s� con desprecio todos los chillones adornos que hac�a poco tiempo a�n le parec�an constituir su distintivo m�s humano, sus artes y sus ciencias, el conjunto de las ventajas de su vida refinada; con el pu�o golpea contra el muro a cuya sombra degener� hasta convertirse en lo que es y clama pidiendo luz, sol, bosques y pe�ascos. Y cuando grita: �S�lo la Naturaleza es buena, s�lo el hombre natural es humano�, se desprecia a s� mismo y se anhela m�s all� de s� mismo; es una circunstancia en la que el alma est� dispuesta a extraer conclusiones terribles, pero en la que tambi�n extrae de sus profundidades lo que en ella hay de m�s noble y de m�s extraordinario.

El hombre de Goethe no constituye un peligro tan amenazador; y, en cierto sentido, se trata incluso del correctivo y el quietivo apropiado para esas peligrosas agitaciones a las que se abandona el hombre de Rousseau. Goethe mismo, en su juventud, profes� con todo su buen coraz�n ese evangelio de la buena Naturaleza; su Fausto constituy� el retrato m�s elevado y audaz del hombre de Rousseau, al menos en tanto que quiso representar su hambre apasionada de vida, su descontento y su anhelo, su trato con los demonios del coraz�n. Ahora bien, obs�rvese qu� es lo que sale de todo ese c�mulo de nubes: cierto, �ning�n rel�mpago! Y aqu� se revela, precisamente, la nueva imagen del hombre, del hombre goethiano. Se podr�a pensar que Fausto ser� conducido a trav�s de la vida, oprimida en todas partes, como un rebelde y un libertador insaciable, como la fuerza negadora por bondad, como el genio verdadero -religioso y demon�aco- de la revoluci�n en contraste con su nada demon�aco acompa�ante; a semejanza del tr�gico destino de todo rebelde y libertador, tampoco �l pudo deshacerse de este acompa�ante y tuvo que servirse simult�neamente de su maldad esc�ptica y de su negaci�n. Pero se equivoca quien espere algo de tal g�nero; el hombre de Goethe se aparta aqu� del hombre de Rousseau, pues detesta toda violencia, todo salto, lo cual quiere decir toda acci�n; y as�, del redentor del mundo, Fausto, quedar� solamente algo semejante a un viajero alrededor del mundo. Este �vido espectador ver� pasar volando ante s� toda la riqueza de la vida y de la Naturaleza, el pasado, las artes, las mitolog�as, todas las ciencias; el deseo m�s profundo es excitado y calmado; incluso Helena no lo retiene mucho tiempo, y entonces tiene que llegar el instante que aguarda su insidioso acompa�ante. En un punto cualquiera de la tierra finaliza el vuelo, caen las alas y he ah� a Mefist�feles. Cuando el alem�n deja de ser Fausto, el peligro mayor es que se convierta en filisteo y caiga en manos del diablo; s�lo poderes celestiales podr�n salvarlo de ese destino. El hombre de Goethe, como he dicho, el hombre contemplador en gran estilo, que no languidece sobre la tierra �nicamente debido a que recoge para su alimento todo aquello que de grande y memorable existi� y a�n existe, este hombre, como digo, que vive aunque s�lo se trate de una vida que salta de deseo en deseo, queda muy lejos del hombre de acci�n. Es m�s, si en cualquier punto se inmiscuye en el orden establecido por los hombres de acci�n, podemos estar seguros de que de ah� no saldr� nada al derecho -como quiz� es el caso del enorme celo que Goethe demostr� por el teatro- y, sobre todo, de que no se quebrar� ning�n �orden establecido�. El hombre goethiano es una fuerza conservadora y tolerante; pero corre el peligro, como he dicho, de degenerar en filisteo, a semejanza del hombre de Rousseau, que f�cilmente se convierte en un catilinario. Un poco m�s de fuerza muscular y de salvajismo natural en el primero y ser�an mayores todas sus virtudes. Parece que Goethe sab�a d�nde resid�a el peligro y la debilidad de su hombre, y as� parece indicarlo con aquellas palabras de Jarno a Wilhelm Meister: �Est� usted enojado y desabrido, lo cual est� muy bien. Y a�n ser�a mejor s� se enojase del todo�.

As� pues, hablando claro: es necesario que alguna vez nos �enojemos del todo� para que las cosas vayan mejor. Y aqu� es donde la imagen del hombre de Schopenhauer debe estimularnos. El hombre schopenhaueriano asume sobre s� el dolor voluntario de la veracidad, y este dolor le sirve para mortificar su voluntad personal y para preparar aquella completa revoluci�n y aquel cambio completo cuyo logro constituye el sentido �ltimo de la vida. Esta proclamaci�n de la verdad les parece a los dem�s hombres una emanaci�n del mal, pues consideran un deber humanitario la conservaci�n de su mediocridad y de su mentira y creen que hay que ser malvado para destrozarles su juguete. A uno de �stos no tendr�n por menos que gritarle aquello que Fausto dice a Mefist�feles: ��A la potencia eternamente activa, a la fuerza saludable y creadora, opones t� la helada mano del diablo?�; y aqu�l que quisiera vivir schopenhauerianamente es muy probable que se pareciese m�s a un Mefist�feles que a un Fausto; en efecto, as� ser�a frente a los d�biles ojos de los modernos, que siempre divisan en la negaci�n la marca del mal. Existe, sin embargo, un modo de negar y de destruir que justamente emana de aquel acuciante anhelo de santificaci�n y de salvaci�n que Schopenhauer, en tanto que primer maestro filos�fico, imparti� entre nosotros, hombres profanos y verdaderamente secularizados. Toda existencia que pueda ser negada, merece asimismo ser negada 3s; y ser veraz significa creer en una existencia que no puede ser negada en absoluto, la cual es ella misma verdad y sin mentira. Por eso, quien es veraz confiere a su acci�n un sentido metaf�sico, explicable seg�n las leyes de una vida distinta y superior, y tambi�n otro m�s profundo, afirmativo, y esto aun cuando todo lo que haga no parezca sino un destruir y un quebrantar las leyes de esa vida. Su actividad se convierte, as�, en un sufrimiento continuo, pero �l sabe lo que tambi�n el Maestro Eckhard sabe: �El dolor es el animal que m�s velozmente os conduce a la perfecci�n�. Debo pensar que a cada uno de los que se proponen en su �nimo una orientaci�n tal de su vida tendr� que ensanch�rsele el coraz�n y nacer en �l un ardiente deseo de ser este hombre schopenhaueriano: esto es, limpio y puro con respecto a s� mismo y a su bien personal y de una admirable serenidad en su conocimiento, pleno de vigoroso fuego devorador y bien alejado de la fr�a y despreciadora neutralidad del llamado �hombre de ciencia�, muy por encima de una contemplaci�n hipocondr�aca y pesarosa, siempre dispuesto a sacrificarse entero como la primera v�ctima de la verdad descubierta, y penetrado en lo m�s profundo por la conciencia del sufrimiento que necesariamente tendr� que derivarse de su veracidad. Ciertamente, con su coraje destruye su felicidad terrena; tiene que ser enemigo incluso de los seres que ama; de las instituciones en cuyo seno se form�, ser� hostil; no le ser� l�cito proteger ni a las personas ni a las cosas, aunque comparta el sufrimiento de las heridas que les infiera; ser� desconocido y durante mucho tiempo se le considerar� aliado de poderes que aborrece; seg�n la medida humana de su juicio, tendr� que ser injusto, a pesar de su aspiraci�n a la justicia; aunque podr� infundirse �nimo y consolarse con las palabras que un d�a pronunci� Schopenhauer, su gran educador: �Una vida feliz es imposible; a lo m�ximo que puede aspirar el hombre es a una vida heroica. Obtiene una vida as� quien, de alguna manera y por un motivo cualquiera, lucha con enormes dificultades por aquello que, en cierto modo, beneficia a todos y vence; pero al que luego, o bien se le recompensa p�simamente, o bien no se le recompensa en absoluto. As� pues, al final se queda como el pr�ncipe del Re corvo, de Gozzi, petrificado, aunque con noble pose y magn�nimo gesto. Su memoria permanece y se celebra como la de un h�roe; su voluntad, mortificada por toda una vida de fatigas y pesares, de malos resultados y de la ingratitud del mundo, se disuelve en el Nirvana�. Una vida heroica semejante, junto con la mortificaci�n que conlleva, se corresponde muy poco, desde luego, con la mediocre idea que tienen quienes profieren el mayor n�mero de palabras y celebran festejos en conmemoraci�n de la memoria de los grandes hombres, presumiendo que �stos son precisamente grandes del mismo modo que ellos son peque�os, casi como un don v por puro placer; o que son as� en virtud de un mecanismo, y obedeciendo ciegamente al impulso �ntimo que a ello los coacciona: de modo que aqu�l que no recibi� el don o no se siente impelido por el impulso est� en su derecho de seguir siendo peque�o igual que los otros lo est�n en el de ser grandes. Pero �haber recibido el don� o �haber sido obligado� son expresiones despreciables para ocultar la huida de una advertencia interior, injurias para todos aquellos que oyeron esa advertencia, para el gran hombre; precisamente �l es, de entre todos, quien menos se deja regalar u obligar; �l sabe bien, a semejanza de cualquier hombre peque�o, con cu�nta ligereza puede tomarse la vida, y lo blando que es el lecho sobre el que podr�a hacerse el remol�n si quisiera tratar con delicadeza y trivialidad tanto consigo mismo como con sus cong�neres; pues todas las disposiciones humanas no tienden sino a que, por medio de una distracci�n constante del pensamiento, no se sienta la vida. Ahora bien, por qu� quiere �l en�rgicamente lo contrario, a saber, sentir plenamente la vida, sufrir la vida? Porque advierte que se le quiere enga�ar acerca de s� mismo y que existe una especie de pacto para extraerlo de su propia caverna; pero he aqu� que se despabila, aguza el o�do y decide: ��Quiero seguir siendo m�o!� Se trata de una terrible decisi�n; poco a poco lo ir� comprendiendo. Ahora, en efecto, debe adentrarse en las profundidades de la existencia con una serie de preguntas ins�litas en los labios: �Por qu� vivo? Qu� lecci�n debo extraer de la vida? �C�mo he llegado a ser lo que soy, y por qu� sufro por ser as�? Se atormenta, y advierte que nadie se atormenta como �l; antes bien, observa c�mo las manos de sus cong�neres se tienden afanosamente hacia los fen�menos fantasmag�ricos que muestra el teatro pol�tico o c�mo ellos mismos se pavonean orgullosos portando cientos de m�scaras: disfrazados de jovencitos, hombres adultos, ancianos, padres, ciudadanos, sacerdotes, funcionarios, comerciantes, solitarios todos ellos en su comedia general, sin conciencia ninguna de s� mismos.

A la pregunta: ��Para qu� viv�s?�, responder�an raudos y orgullosos: �Para llegar a ser un buen ciudadano, o un erudito, o un hombre de Estado�. Y, sin embargo, son algo que no puede llegar a ser otra cosa; y por qu� son precisamente esto? �Ay! �Y nada mejor? Quien entiende su vida �nicamente como un punto en el desarrollo de una estirpe, de un Estado, de una ciencia, y de este modo enclavada por entero en el curso del devenir, en la historia, no ha comprendido la lecci�n que le imparte la existencia y tendr� que aprenderla de nuevo. Este eterno devenir es un gui�ol embustero que logra que el hombre se olvide de s� mismo, es la verdadera distracci�n que dispersa al individuo a los cuatro vientos, el juego absurdo y sin fin que �el gran ni�o-tiempo� juega ante y con nosotros. El hero�smo de la veracidad consiste en dejar de ser alg�n d�a su juguete. En el devenir todo es vac�o, enga�oso, superficial y digno de nuestro desprecio; el enigma que debe resolver el hombre s�lo puede resolverlo desde y en el ser y no en otra cosa, no en lo imperecedero. Ahora comienza a examinar cu�n profundamente unido se halla al devenir, cu�n profundamente al ser; ante su alma se eleva una tarea gigantesca: destruir lo que deviene, desvelar lo falso de las cosas. Tambi�n �l quiere conocerlo todo, pero de manera distinta a como quiere el hombre goethiano, no a causa de una noble molicie para conservarse a s� mismo y gozar de la multiplicidad de las cosas; al contrario, �l mismo es el primero que se ofrece como v�ctima. El hombre heroico desprecia su bien o su mal, sus virtudes y vicios y, en general, que se lo juzgue seg�n la medida de las cosas; ya no espera nada de su persona y quiere llegar a ver en todo ese fondo carente de esperanza. Su fuerza reside en ese olvido de s� mismo y cuando lo recuerda mide la distancia existente entre �l y su excelsa meta y entonces le parece divisar un terreno plagado de escoria detr�s y debajo de s�. Los pensadores antiguos buscaban con todas sus fuerzas la felicidad y la verdad; �mas nunca se ha de encontrar lo que debe buscarse�, reza un malvado principio de la Naturaleza. Pero quien busca en todo la falsedad y voluntariamente se hace c�mplice de la infelicidad, provoca quiz� otro milagro de la desilusi�n: algo inexpresable con respecto a lo cual felicidad y verdad s�lo son imitaciones idol�tricas; acerc�ndose, la tierra pierde su peso, los acontecimientos y los poderes terrenos se tornan ensue�os, a semejanza de esos atardeceres de est�o en los que todo nos parece sufrir una transfiguraci�n. Al espectador se le antoja que justo entonces comienza a despertar y le parece que a su alrededor flotan las �ltimas brumas de un sue�o. Tambi�n �stas se disipan: ahora es de d�a.

ocho

Con esto se han mencionado algunas condiciones bajo las cuales, a pesar de nocivas influencias contrarias, puede al menos nacer el genio filos�fico en nuestro tiempo: libre virilidad del car�cter, temprano conocimiento de los hombres, nada de educaci�n erudita, nada de apego patri�tico, ninguna necesidad de ganarse el pan, ninguna relaci�n con el Estado; en una palabra, libertad y s�lo libertad: el mismo elemento extraordinario y peligroso en el que les fue l�cito crecer a los fil�sofos griegos. Quien quiera reprocharle, como Niebuhr reproch� a Plat�n, que es un mal ciudadano, que lo haga y se limite a ser �l mismo un buen ciudadano: �ste tendr� raz�n, y lo mismo Plat�n. Otro habr� que interprete esa gran libertad como presunci�n; tambi�n �ste estar� en lo cierto, porque �l mismo, con esa libertad, no sabr�a hacer nada razonable; y, por lo dem�s, si la desease para s� ser�a, es cierto, muy presuntuoso. Aquella libertad es verdaderamente una culpa grave, y s�lo podr� expiarse por medio de grandes obras. En verdad, el com�n de los mortales tiene derecho a mirar con rencor a cada uno de esos privilegiados: mas quiera alg�n dios librarlo a �l mismo de convertirse alguna vez en uno de ellos, es decir, de verse tan terriblemente comprometido. Perecer�a enseguida en su libertad y en su soledad, y se volver�a loco, un loco malvado, por aburrimiento. Friedrich Nietzsche Continuaci�n en Nietzsche en Espa�ol

 

 

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