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9:39 p.m. - 2007-01-09
El pecho desnudo
por Italo Calvino

El se�or Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos ba�istas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias an�logas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la ba�ista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tab� de la desnudez queda impl�citamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vac�o y garantice su cort�s respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder as�, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino tambi�n por reforzar la convenci�n que considera il�cita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpi�o mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de �l me ha llegado desde los l�mites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; �sta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retr�grada.

De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la ba�ista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecu�nime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel m�s clara con el halo moreno del pez�n, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. S� -reflexiona, satisfecho de s� mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara m�s que la mirada de una gaviota o de una merluza. �Pero ser� justo proceder as�? -sigue reflexionando-. �No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es espec�fico del sexo femenino? �No estoy, quiz�, perpetuando la vieja costumbre de la supremac�a masculina, encallecida con los a�os en insolencia rutinaria? Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviaci�n, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visi�n y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompa�a el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero tambi�n protectora, para reanudar despu�s su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que as� mi posici�n resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. �Pero este sobrevolar de la mirada no podr�a al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciaci�n de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre par�ntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexoman�aca y de concupiscencia como pecado...

Tal interpretaci�n va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generaci�n madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad m�s abierta de la sociedad, sea porque esa visi�n en particular le resulta agradable. Este est�mulo desinteresado es lo que desear�a llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez m�s hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendr� en los senos con cuidado especial, pero se apresurar� a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas c�spides nimbadas. Esto tendr�a que bastar para tranquilizar definitivamente a la ba�ista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogi�ndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un s�tiro. El peso muerto de una tradici�n de prejuicios impide apreciar en su justo m�rito la intenciones m�s esclarecidas, concluye amargamente Palomar.

 

 

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