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1:54 a.m. - 2007-11-11
El coraz�n perdido
Emilia Pardo Baz�n

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me baj�: era un sangriento y vivo coraz�n que recog� cuidadosamente. �Debe de hab�rsele perdido a alguna mujer�, pens� al observar la blancura y delicadeza de la tierna v�scera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su due�o. Lo envolv� con esmero dentro de un blanco pa�o, lo abrigu�, lo escond� bajo mi ropa, y me dediqu� a averiguar qui�n era la mujer que hab�a perdido el coraz�n en la calle. Para indagar mejor, adquir� unos maravillosos anteojos que permit�an ver, al trav�s del corpi�o, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el coraz�n.

Apenas me hube calado mis anteojos m�gicos, mir� ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y �oh asombro!, la mujer no ten�a coraz�n. Ella deb�a de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo c�mo hab�a encontrado su coraz�n y lo conservaba a sus �rdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, jur� y perjur� que no hab�a perdido cosa alguna; que su coraz�n estaba donde sol�a y que lo sent�a perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dej� y me volv� hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. �Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada all� dentro, nada, nada. �Tampoco �sta ten�a coraz�n! Y cuando le ofrec� respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos a�n lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el coraz�n, o era tan descuidada que hab�a podido perderlo as� en la v�a p�blica sin que lo advirtiese.

Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melanc�licas y vivarachas; y a todas les ech� los anteojos, y en todas not� que del coraz�n s�lo ten�an el sitio, pero que el �rgano, o no hab�a existido nunca, o se hab�a perdido tiempo atr�s. Y todas, todas sin excepci�n alguna, al querer yo devolverles el coraz�n de que carec�an, neg�banse a aceptarlo, ya porque cre�an tenerlo, ya porque sin �l se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrev�an a arrostrar el peligro de poseer un coraz�n. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre coraz�n abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acert� a ver que pasaba por la calle una ni�a p�lida, y en su pecho, �por fin!, distingu� un coraz�n, un verdadero coraz�n de carne, que saltaba, lat�a y sent�a. No s� por qu� -pues reconozco que era un absurdo brindar coraz�n a quien lo ten�a tan vivo y tan despierto- se me ocurri� hacer la prueba de presentarle el que hab�an desechado todas, y he aqu� que la ni�a, en vez de rechazarme como las dem�s, abri� el seno y recibi� el coraz�n que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez ca�do sobre los guijarros.

Enriquecida con dos corazones, la ni�a p�lida se puso mucho m�s p�lida a�n: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremec�an hasta la m�dula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasi�n, la tristeza, la alegr�a, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, dir�ase que se complac�a en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumi�. Tendida en su lecho de muerte, l�vida y tan demacrada y delgada que parec�a un pajarillo, vinieron los m�dicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (�son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendi� que la ni�a se hab�a muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un coraz�n perdido en la calle.

 

 

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