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9:19 p.m. - 2007-03-13 Ahora bien. Algunos periodistas y cr�ticos me han catalogado como un escritor de ocasos, apelando al hecho real, de acuerdo a su concepci�n, de que ninguno de mis personajes ha muerto en mis novelas. La noche no es alcanzada por mis ficticas criaturas. Si hablamos de muertes f�sicas que terminan con paredes cubieras de sangre o caf� y galletas para el sepelio, de acuerdo, mis novelas no finalizan con el rigor mortis. Mis estimados lectores, sus consideraciones y cartas me han mostrado que mis intenciones literarias fueron al menos identificadas por ustedes. �Idealista, rom�ntico, suave, p�lido? Dejemos esas consideraciones para los grandes vendededores de almanaques y revistas de mode. Para algunos el dinero ser� siempre, la medidad de todas las cosas. El basti�n que con mi obra procur� construir, no es creaci�n de un peque�o Dios, ni mucho menos la de un sublime arquitecto. Quien coloca los ladrillos para formar las piezas, no es m�s que el alba�il, el mason de la torre on�rica. Estadio de la inconsciencia. Hay colegas que trabajan bajo la preceptiva de ser en un principio, ingeniero o arquitecto. Pero sus manos no conocen la textura del ladrillo desgastado ni la fortaleza oblicua del cimiento de piedra. Dan su potestad al viento y encantados por el color, no atienden las fisuras vitrales en sus edificios endebles. Por esto y por cierta presunci�n ret�rica, me he propuesto mencionar la muerte, �nica y exclusiva, de un personaje ficticio, ajeno a relato alguno. Podr�a decirse, por cierto, que es la escena de un fallecimiento impropio. El lector deber� excusarme por la obscenidad latente, en una escena sin atadura alguna con la psicolog�a del personaje y sin el pleno conocimiento de causa. Dostoievski es un maestro para describir el sufrimiento de sus personajes. Finalmente, cuando llega el supuesto "punto �lgido" de la narraci�n esto es, cuando es descubierto el crimen del asesino, por ejemplo, los narradores de Dostoievski o cualquier otro novelista del sustantivo imaginario, logran demostrar que la met�fora del dolor recide en sus consecuencias, que tal dolor puede infundir sabidur�a o una letal e irrevocable descomposici�n de alma del personaje en cuesti�n. Pero todo ese entramado se descubre en el conjunto total del texto. El juicio, la entrega, el suicidio, la confesi�n, la catarsis, nos es contada en un simple p�rrafo. Para dicha escena tr�gica, tomar� por batuta la imagen que permanece desde mi infancia, una manada de nubes que cruzan el cielo con tal rapidez y violenta complicidad con el viento, que los sombreros de todos los presentes parec�an invitados tambi�n al cielo. Aqu� va la escena: "El se�or Doulau, caminando por el mismo atajo donde a�os atr�s habr�a de caer para as� obtener la infantil cicatriz que lo acompa�ar�a el resto de su vida, se detuvo para contemplar por definitiva vez el atardecer. Doulau, deleitado, reconoci� que nadie jam�s podr�a traducir la luz del ocaso sobre los cristales o acariciando con la sombra de las hojas de los �rboles los muros de las casas, se�ales sagradas que se escurren a palabras firmes. Fue �sta la �ltima alegre idea que Doulau no compartir�a ya nunca con nadie m�s."
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