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7:49 p.m. - 2013-08-16 Muchas veces o�a pasar los coches junto a la cerca del jard�n, los ve�a a trav�s de los intersticios apenas oscilantes del follaje. �C�mo cruj�a por el calor estival la madera de sus ruedas y varas! Del campo volv�an los labradores, y se re�an escandalosamente. Estaba sentado en nuestro peque�o columpio, descansando entre los �rboles del jard�n de mis padres. Al otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de ni�os correteando desaparec�an en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurec�an los canteros de flores; hacia el atardecer ve�a pasearse a un se�or con un bast�n, y a un par de muchachas que ven�an cogidas del brazo en direcci�n opuesta, y se hac�an a un lado sobre el c�sped, salud�ndolo. Luego los p�jaros salpicaban el espacio con su vuelo; yo los segu�a con los ojos, los ve�a subir de un solo impulso, hasta que ya no me parec�a que subieran, sino que yo ca�a; deb�a sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad; pronto me columpiaba con m�s fuerza, el aire refrescaba y en vez de p�jaros en vuelo parec�an temblorosas estrellas. Cenaba a la luz de una buj�a. A menudo apoyaba los brazos en la madera, y ya cansado, com�a mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el viento caliente, y muchas veces alguien que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la buj�a se apagaba de golpe y segu�an girando los insectos un rato en el humo oscuro de la vela. Si alguien me interrogaba desde la ventana, lo miraba como se mira una monta�a o al vac�o, y tampoco a �l le importaba mucho que yo le respondiera. Pero si alguien saltaba sobre el alf�izar de la ventana, y me anunciaba que los dem�s estaban ya frente a la casa, me levantaba lanzando un suspiro. ��Y ahora por qu� suspiras? �Qu� ha ocurrido? �Alguna desgracia irremediable? �Nunca m�s podremos ser lo que �ramos antes? Realmente, �est� todo perdido? Nada estaba perdido. Sal�amos corriendo de la casa. �Gracias a Dios, por fin has llegado. Nos zambull�amos de cabeza en el atardecer. No exist�an ni el d�a ni la noche. Tan pronto se entrechocaban como dientes los botones de nuestros chalecos como corr�amos regularmente espaciados, con fuego en la boca, como animales tropicales. Saltando hacia los aires y pisando fuerte, como los coraceros de las guerras antiguas, nos empuj�bamos mutuamente a lo largo de la corta callejuela, y con ese impulso todav�a en las piernas segu�amos un trecho por el camino principal. Algunos se met�an en las alcantarillas, y apenas hab�an desaparecido frente al oscuro terrapl�n, cuando ya se les ve�a como forasteros en el sendero superior, desde donde nos gritaban. ��Bajad! Hac�amos la prueba, nos daban un empuj�n en el pecho y ca�amos sobre la hierba de la alcantarilla, encantados. Todo nos parec�a uniformemente c�lido, en la hierba no sent�amos ni calor ni fr�o, solamente cansancio. Cuando uno se volv�a sobre el costado derecho, con la mano debajo de la cabeza, sent�a deseos de dormir. Pero uno quer�a volver a levantarse, con la barbilla erguida, s�lo para volver a caer en una zanja m�s profunda. Con el brazo extendido y las piernas abiertas, uno quer�a lanzarse al aire, y caer sin duda en una zanja a�n m�s honda. Y nos hubiera gustado seguir indefinidamente con este juego. Cuando lleg�bamos a las �ltimas alcantarillas no nos preocupaba la mejor manera de echarnos para dormir, especialmente si est�bamos de rodillas y permanec�amos de espaldas, como enfermos con ganas de llorar. Parpade�bamos a veces, cuando alg�n ni�o con las manos en la cintura saltaba con sus oscuras suelas del talud al camino, por encima de nosotros. La luna hab�a alcanzado ya una cierta altura y alumbraba el paso del coche correo. Una suave brisa comenzaba a soplar en todas partes, tambi�n se la sent�a en el fondo de las zanjas; en las cercan�as, el bosque empezaba a susurrar. Entonces uno no sent�a tantos deseos de estar solo. ��D�nde est�is? Corr�amos m�s apretados, algunos se daban la mano, llev�bamos la cabeza lo m�s erguida que pod�amos, porque el camino bajaba. Alguien lanzaba el grito de guerra de las pieles rojas, nuestras piernas se lanzaban a galopar como nunca; al saltar, el viento nos cog�a por la cintura. Nada hubiera podido detenernos; corr�amos con tal �mpetu que a�n cuando alcanz�bamos a alguno pod�amos cruzar los brazos y mirar tranquilamente en derredor. Nos deten�amos junto al puente del arroyo; los que hab�an seguido corriendo, volv�an. Debajo, el agua golpeaba contra las piedras y las ra�ces como si no hubiera anochecido a�n. No hab�a ning�n motivo para que alguno de nosotros no saltara sobre el parapeto del puente. Detr�s del follaje distante pasaba un tren, los vagones estaban iluminados, las ventanillas herm�ticamente cerradas. Uno de nosotros comenzaba a entonar una canci�n callejera; pero todos quer�amos cantar. Cant�bamos mucho m�s r�pido que el tren, nos cog�amos del brazo, porque las voces no bastaban; nuestros cantos se un�an en un estr�pito que nos hac�a bien. Cuando uno mezcla su voz con la de los dem�s, es como si se lo llevaran con un anzuelo. As� cant�bamos, de espaldas al bosque, para los o�dos de los viajeros lejanos. En el pueblo, los mayores estaban despiertos todav�a, las madres preparaban las camas para la noche. Ya era hora. Besaba al que estaba a mi lado, daba la mano a los tres que estaban m�s cerca, y echaba a correr por el camino; nadie me llamaba. En el primer cruce, donde ya no pod�an verme, me volv�a y retornaba corriendo al bosque, iba hacia la ciudad, que quedaba hacia el sur del bosque; de ella dec�an en nuestro pueblo: �All� s� hay gente extra�a. Imag�nense que no duermen. De Cotemplaci�n, 1913.
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