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12:38 p.m. - 2006-12-12
Obras completas
por Augusto Monterroso.

Cuando cumpli� cincuenta y cinco a�os, el profesor Fombona hab�a consagrado cuarenta al resignado estudio de las m�s diversas literaturas, y los mejores c�rculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monograf�as, pr�logos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podr�an constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, m�xime si ese caso fuera, digamos, la destrucci�n de todas las bibliotecas existentes.

Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de �vidos disc�pulos que comandaba, y con el que compart�a una que otra hora por las tardes, ve�a en �l un humanista de inagotable erudici�n y segu�a sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: m�s de una vez hab�a sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.

El �ltimo, Feijoo, apareci� t�midamente. Un d�a. Con cualquier pretexto, se atrevi� a reun�rseles en el caf�*. Aceptado en principio por Fombona, m�s tarde se incorpor� al grupo como todo buen ne�fito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos d�as y vencida en parte la timidez inicial, se decidi� al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos �l mismo, acentuando con entonaci�n molestamente escolar las partes que cre�a de mayor efecto. Despu�s doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los met�a en su cartapacio y jam�s volv�a a hablar de ellos. Ante cualquier opini�n, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. In�til consignar que a Fombona esos trabajos no le parec�an buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza po�tica oculta pugnando por salir.

La inseguridad de Feijoo no pod�a escapar a la felina percepci�n de Fombona. Muchas veces lo pens� con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extra�a que no lleg� nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le imped�a pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurr�a era m�s bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Dec�a que eso �descargaba la atm�sfera� haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de �l inmediatamente despu�s de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con m�s esmero. Sin duda porque �l mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto mas dif�cil de evitar cuanto m�s combatido- le sub�a al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. A�n ahora, cuando cuarenta a�os de tenaz ejercicio literario -traducciones, monograf�as, pr�logos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehu�a todo g�nero de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para �l m�s bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto hura�o, o superior.

Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo dec�an, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasm�, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo ins�lito de ese inesperado incienso fue m�s visible y penoso que nunca. Evidentemente sufr�a por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guard� silencio no ten�a nada que perder; ahora su obligaci�n era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento.

Desde entonces le fue cada vez m�s dif�cil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transform� en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asalt� ya no s�lo ante los dem�s, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equival�a un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sinti� ya con fuerzas para afrontar. Pertenec�a a esa clase de personas a quienes los elogios hacen da�o.

En Daysie's el caf� no es muy bueno y �ltimamente lo contamina la televisi�n. Saltemos sobre la ingrata descripci�n de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a o�r las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crep�sculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancol�a propia de su profesi�n, acerca de sus n�meros y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sue�an.

Iturbe, R�os y Mont�far charlaban sobre sus respectivas especialidades: Mont�far, Quintiliano; R�os, Lope de Vega; Iturbe, Rod�. Al calor de un caf� que la charla hab�a dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, se�alaba a cada uno la nota apropiada, y extra�a una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estar�a en aptitud de saber que hubo una coma que Rod� no puso, un verso que Lope encontr� pr�cticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegr�a que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de coraz�n sensible. Cartas de primordiales especialistas, env�os de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia an�nima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geograf�a. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.

Feijoo, seg�n su costumbre, lleg� en silencio y se coloc� de inmediato al margen de la conversaci�n. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer �bien� a Lope de Vega era algo que Fombona no cre�a posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rod�. Resultaba f�cil ver que se sent�a molesto y como disminuido.

Fombona consider� propicio el momento. Como sol�a en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolong� por varios minutos. Despu�s, sonriendo un poco, dijo:

-D�game, Feijoo, �recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el cap�tulo III de Del sentimiento tr�gico de la vida?

No; Feijoo no la recordaba.

-B�squela; es interesante, puede servirle.

Tal como lo esperaba, al d�a siguiente Feijoo habl� de aquella cita y de su torpe memoria.

Unamuno dej� de ser tema de conversaci�n por algunos d�as. Y Quintiliano, Lope y Rod� tuvieron tiempo de crecer considerablemente.

Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:

-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, �recuerda cu�l fue su primer libro traducido al franc�s?

Feijoo no lo recordaba muy bien.

El s�bado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcion� ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.

Desde ese d�a inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo hu�sped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprim�a una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunci� por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, hab�a encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los uni� algo que antes no compart�an: el af�n de saber, de saber con precisi�n.

Fombona volvi� a gozar el deleite de sentirse maestro, y un d�a y otro imprimi� un nuevo signo en aquella d�cil materia. �La indecisi�n de Feijoo encajaba tan f�cilmente en la indecisi�n de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno fil�sofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y �l, Fombona, encauzando esa vida, haci�ndola una prolongaci�n de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creaci�n. �Qu� seguridad adquirir�a! C�mo en adelante aquel querido muchacho temeroso podr�a enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a trav�s de Unamuno. Y se vio a s� mismo, cuarenta a�os atr�s, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si sal�a era �nicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvi� la vieja duda a atormentarlo. Se pregunt� otra vez si sus traducciones, monograf�as, pr�logos y conferencias -que constituir�an, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se hab�a escrito en el mundo- bastar�an a compensarlo de la primavera que s�lo vio a trav�s de otros y del verso que no se atrevi� nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprim�a sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, esc�pate, esc�pate de m�, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.

Cuando Marcel Bataillon nos visit� hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reuni�n para agasajarlo y hablar de sus libros.

En la peque�a fiesta Bataillon se interes� vivamente por los nuevos poetas, por la investigaci�n literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tom� a Feijoo por el brazo (crey� percibir una ligera resistencia que fue vencida m�s por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acerc� al distinguido visitante y pronunci� despacio, con calma:

-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edici�n cr�tica de sus Obras completas.

Feijoo le estrech� la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que s�, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo.

* El Daisie's, en la calle de Versalles, cerca de Reforma.

 

 

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