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11:13 p.m. - 2004-09-07 Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasi�n, y lo que era a�n peor, nadie sab�a qu� hacer para acabar con tan inquitante plaga. Por m�s que pretend�an exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parec�a que cada vez acud�an m�s y m�s ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, d�a tras d�a, se ense�oreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos hu�an asustados. Ante la gravedad de la situaci�n, los prohombres de la ciudad, que ve�an peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". Al poco se present� ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie hab�a visto antes, y les dijo: "La recompensa ser� m�a. Esta noche no quedar� ni un s�lo rat�n en Hamel�n". Dicho esto, comenz� a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melod�a que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos segu�an embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta. Y as�, caminando y tocando, los llev� a un lugar muy lejano, tanto que desde all� ni siquiera se ve�an las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso r�o donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus pr�speros negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la ma�ana siguiente, el flautista se present� ante el Consejo y reclam� a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero �stos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "�Vete de nuestra ciudad!, �o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamel�n le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas. Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el d�a anterior, toc� una dulc�sima melod�a una y otra vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los ratones quienes le segu�an, sino los ni�os de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extra�o m�sico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperaci�n, intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llev� lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo ad�nde, y los ni�os, al igual que los ratones, nunca jam�s volvieron. En la ciudad s�lo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus s�lidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza. Y esto fue lo que sucedi� hace muchos, muchos a�os, en esta desierta y vac�a ciudad de Hamel�n, donde, por m�s que busqu�is, nunca encontrar�is ni un rat�n ni un ni�o.
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