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1:20 a.m. - 2006-05-25
La Casa de Asteri�n
por Jorge Luis Borges

S� que me acusan de soberbia, y tal vez de misantrop�a, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigar� a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero tambi�n es verdad que sus puertas (cuyo n�mero es infinito) est�n abiertas d�a y noche a los hombres y tambi�n a los animales. Que entre el que quiera. No hallar� pompas mujeriles aqu� ni el bizarro aparato de los palacios, pero s� la quietud y la soledad. Asimismo hallar� una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie rid�cula es que yo, Asteri�n, soy un prisionero. �Repetir� que no hay una puerta cerrada, a�adir� que no hay una cerradura? Por lo dem�s, alg�n atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volv�, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se hab�a puesto el sol, pero el desvalido llanto de un ni�o y las toscas plegarias de la grey dijeron que me hab�an reconocido. La gente oraba, hu�a, se prosternaba; unos se encaramaban al estil�bato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocult� bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy �nico. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el fil�sofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi esp�ritu, que est� capacitado para lo grande; jam�s he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los d�as son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galer�as de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiraci�n poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del d�a cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asteri�n. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien dec�a yo que te gustar�a la canaleta o Ahora ver�s una cisterna que se llen� de arena o Ya ver�s c�mo el s�tano se bifurca. A veces me equivoco y nos re�mos buenamente los dos.

No s�lo he imaginado eso juegos, tambi�n he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa est�n muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tama�o del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galer�as de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entend� hasta que una visi�n de la noche me revel� que tambi�n son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo est� muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asteri�n. Quiz� yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve a�os entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galer�as de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cad�veres ayudan a distinguir una galer�a de las otras. Ignoro qui�nes son, pero s� que uno de ellos profetiz�, en la hora de su muerte, que alguna vez llegar�a mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque s� que vive mi redentor y al fin se levantar� sobre el polvo. Si mi o�do alcanzara los rumores del mundo, yo percibir�a sus pasos. Ojal� me lleve a un lugar con menos galer�as y menos puertas. �C�mo ser� mi redentor?, me pregunto. �Ser� un toro o un hombre? �Ser� tal vez un toro con cara de hombre? �O ser� como yo?

El sol de la ma�ana reverber� en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-�Lo creer�s, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendi�.

 

 

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