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12:20 a.m. - 2007-03-03
Aqueronte
por Jos� Emilio Pacheco

Son las cinco de la tarde, la lluvia ha cesado, bajo la h�meda luz el domingo parece moment�neamente vac�o. La muchacha entra en el caf�. La observan dos parejas de edad madura, un padre con cuatro ni�os peque�os. Atraviesa r�pida y t�midamente el sal�n, toma asiento en el extremo izquierdo.

Por un instante se ve nada m�s la silueta a contraluz del brillo solar en los ventanales. Se aproxima el mesero, ella pide una limonada, saca un block de taquigraf�a, comienza a escribir algo en sus p�ginas. De un altavoz se desprende m�sica gastada, m�sica de fondo que no ahogue las conversaciones (pero ocurre que no hay conversaciones).

El mesero sirve la limonada, ella da las gracias, echa un poco de az�car en el vaso alargado y la disuelve haciendo girar la cucharilla de metal. Prueba el refresco agridulce, vuelve a concentrarse en lo que escribe con un bol�grafo de tinta roja. �Una carta, un poema, una tarea escolar, un diario, un cuento? Imposible saberlo, como imposible saber por qu� est� sola ni tiene a d�nde ir en plena tarde de domingo. Podr�a carecer tambi�n de edad: lo mismo catorce que dieciocho o veinte a�os. Hay algo que la vuelve excepcionalmente atractiva, la armoniosa fragilidad de su cuerpo, el largo pelo casta�o, los ojos tenuemente rasgados. O un aire de inocencia y desamparo a la pesadumbre de quien tiene un secreto.

Un joven de su misma edad o ligeramente mayor se sienta en un lugar de la terraza, aislada del sal�n por un ventanal. Llama al mesero y ordena un caf�. Luego observa el interior. Su mirada recorre sitios vac�os, grupos silenciosos, hasta fijarse por un instante en la muchacha.

Al sentirse observada alza la vista, la retrae, vuelve a ocuparse en la escritura. Ya casi ha oscurecido. El interior flota en la antepenumbra hasta que encienden la luz hiriente de gas ne�n. La grisura se disuelve en una claridad diurna ficticia.

Ella levanta nuevamente los ojos. Sus miradas se encuentran. Agita la cucharilla, el az�car asentado en el fondo se licua en el agua de lim�n. �l prueba el caf� demasiado caliente, en seguida se vuelve hacia la muchacha. Sonr�e al ver que ella lo mira y luego baja la cabeza. Este mostrarse y ocultarse, este juego que los divierte y exalta se repite con variantes lev�simas durante un cuarto de hora, veinte, veintico minutos. Hasta que al fin la mira abiertamente y sonr�e una vez m�s. Ella a�n trata de esconderse, disimular el miedo, el deseo o el misterio que impide el natural acercamiento.

El cristal refleja, copia furtivamente sus actos, los duplica sin relieve ni hondura. La lluvia se desata de nuevo, r�fagas de aire llevan el agua a la terraza, humedecen la ropa del muchacho que da muestras de inquietud y ganas de marcharse.

Entonces ella desprende una hoja del block, escribe ansiosamente unas l�neas mirando a veces hacia a �l. Golpea el vaso con la cuchara. El mesero se acerca, oye lo que dice la muchacha, y retrocede, gesticula, da una contestaci�n indignada, se retira con altivez.

Los gritos del mesero han llamado la atenci�n de todos los persentes. La muchacha enrojece y no sabe c�mo ocultarse. El joven contempla paralizado la escena que no pudo imaginar porque el l�gico desenlace era otro. Antes que �l pueda intervenir, sobreponerse a la timidez que lo agobia cuando se encuentra p�blicamente a solas sin el apoyo, sin el est�mulo, sin la mirada cr�tica de sus amigos, la muchacha se levanta, deja un billete sobre la mesa y sale del caf�.

�l la ve salir sin intentar ning�n movimiento, reacciona, toca en el ventanal para pedir la cuenta. El mesero que se neg� a trasmitir el mensaje va hacia la caja registradora. El joven aguarda angustiosamente dos, tres minutos, recibe la nota, paga, sale al mundo del anochecer en el que oscurece la lluvia. En la esquina donde se bifurcan las calles, mira hacia todas partes bajo el domingo de la honda ciudad que ocultar� por siempre a la muchacha.

 

 

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