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11:45 p.m. - 2006-10-25
El guardagujas
por Juan Jos� Arreola

El forastero lleg� sin aliento a la estaci�n desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le hab�a fatigado en extremo. Se enjug� el rostro con un pa�uelo, y con la mano en visera mir� los rieles que se perd�an en el horizonte. Desalentado y pensativo consult� su reloj: la hora justa en que el tren deb�a partir.
Alguien, salido de qui�n sabe d�nde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se hall� ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan peque�a, que parec�a de juguete. Mir� sonriendo al viajero, que le pregunt� con ansiedad:

-Usted perdone, �ha salido ya el tren?

-�Lleva usted poco tiempo en este pa�s?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. ma�ana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y se�al� un extra�o edificio ceniciento que m�s bien parec�a un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contr�telo por mes, le resultar� m�s barato y recibir� mejor atenci�n.

-�Est� usted loco? Yo debo llegar a T. ma�ana mismo.

-Francamente, deber�a abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le dar� unos informes.

-Por favor...

-Este pa�s es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicaci�n de itinerarios y a la expedici�n de boletos. Las gu�as ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la naci�n; se expenden boletos hasta para las aldeas m�s peque�as y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las gu�as y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del pa�s as� lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestaci�n de desagrado.

-Pero, �hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldr�a a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones est�n sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ning�n tren tiene la obligaci�n de pasar por aqu�, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conoc� algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vag�n.

-�Me llevar� ese tren a T.?

-�Y por qu� se empe�a usted en que ha de ser precisamente a T.? Deber�a darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomar� efectivamente un rumbo. �Qu� importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. L�gicamente, debo ser conducido a ese lugar, �no es as�?

-Cualquiera dir�a que usted tiene raz�n. En la fonda para viajeros podr� usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del pa�s. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

-Yo cre� que para ir a T. me bastaba un boleto. M�relo usted...

-El pr�ximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos t�neles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., �ya se encuentra en servicio?

-Y no s�lo �se. En realidad, hay much�simos trenes en la naci�n, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-�C�mo es eso?

-En su af�n de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios a�os en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, a�ade a esos trenes un vag�n capilla ardiente y un vag�n cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cad�ver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estaci�n que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignaci�n. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, all� los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-�Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgi� a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de ni�os traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-�Dios m�o, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su �nimo; tal vez llegue usted a convertirse en h�roe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros an�nimos escribieron una de las p�ginas m�s gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirti� a tiempo una grave omisi�n de los constructores de la l�nea. En la ruta faltaba el puente que deb�a salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atr�s, areng� a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su en�rgica direcci�n, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todav�a reservaba la sorpresa de contener en su fondo un r�o caudaloso. El resultado de la haza�a fue tan satisfactorio que la empresa renunci� definitivamente a la construcci�n del puente, conform�ndose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-�Pero yo debo llegar a T. ma�ana mismo!

-�Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Al�jese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estar�n para imped�rselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estaci�n. Muchas veces provocan accidentes con su incre�ble falta de cortes�a y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dej�ndolos amotinados en los andenes de la estaci�n. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educaci�n, y pasan mucho tiempo insult�ndose y d�ndose de golpes.

-�Y la polic�a no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de polic�a en cada estaci�n, pero la imprevisible llegada de los trenes hac�a tal servicio in�til y sumamente costoso. Adem�s, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedic�ndose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvi� entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. All� se les ense�a la manera correcta de abordar un convoy, aunque est� en movimiento y a gran velocidad. Tambi�n se les proporciona una especie de armadura para evitar que los dem�s pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, �est� uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. S�lo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podr�a darse el caso de que creyera haber llegado a T., y s�lo fuese una ilusi�n. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atenci�n para descubrir el enga�o. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas est�n llenas de aserr�n. Esos mu�ecos revelan f�cilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las se�ales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aqu�.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue ma�ana mismo, tal como desea. La organizaci�n de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al d�a siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precauci�n alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-�Podr�a yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servir� de algo. Int�ntelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podr�n desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-�Qu� est� usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de esp�as. Estos esp�as, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el esp�ritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla s�lo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario m�s inocente saben sacar una opini�n culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, ser�a aprehendido sin m�s, pasar�a el resto de su vida en un vag�n c�rcel o le obligar�an a descender en una falsa estaci�n perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el and�n antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendr�, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, est� expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas est�n provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el �nimo de los pasajeros. No hace falta ser d�bil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren est� en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a trav�s de los cristales.

-�Y eso qu� objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano prop�sito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un d�a se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber ad�nde van ni de d�nde vienen.

-Y usted, �ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, se�or, s�lo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y s�lo aparezco aqu� de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. S� que los trenes han creado muchas poblaciones adem�s de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben �rdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas c�lebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-�Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante alg�n tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilizaci�n y con riquezas naturales suficientes. All� se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. �No le gustar�a a usted pasar sus �ltimos d�as en un pintoresco lugar desconocido, en compa��a de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un gui�o y se qued� mirando al viajero, lleno de bondad y de picard�a. En ese momento se oy� un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer se�ales rid�culas y desordenadas con su linterna.

-�Es el tren? -pregunt� el forastero.

El anciano ech� a correr por la v�a, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvi� para gritar:

-�Tiene usted suerte! Ma�ana llegar� a su famosa estaci�n. �C�mo dice que se llama?

-�X! -contest� el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvi� en la clara ma�ana. Pero el punto rojo de la linterna sigui� corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

 

 

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